Siempre nos dicen que miremos el horizonte, pero a veces se convierte en algo tan abstracto como lejano, sobre todo cuando pesa más aquello que pasa de pronto. Lo cierto es que me convertí en madre este año. Pasó un jueves de enero a las 6:00 p.m. en punto. Ya se habían dado los primeros casos de coronavirus en China, pero, para mí, la peste todavía era algo muy lejano.
Fui madre por segunda vez, sin embargo —como bien lo dicen la mayoría de las madres que han dado a luz— uno olvida todo, sobre todo ese proceso cubierto de un magnífico horizonte pero con altibajos en el día a día. Sin saberlo, pero sabiéndolo, había escrito un testamento intelectual para esta columna, precisamente el miércoles antes del nacimiento de mi hija Clarisse, quien se había adelantado 17 días de la fecha estimada para el parto.
Mi primer hijo había nacido de manera natural, con una labor de parto fluida. Pensé sin duda que mi segunda hija no sería la excepción. Recuerdo estar en el segundo mes de embarazo, sentada en la oficina de mi ginecólogo, con la cara pálida, náuseas y malestar general, y diciéndole: «La humanidad no existiría si fueran ustedes los que tuvieran que parir». Definitivamente me estaba refiriendo a él, a mi marido y a todos los hombres que rondan por el planeta.
Para ese momento la cara de asombro del médico se redujo a una sola palabra: «Sí, Elizabeth, así es, ya no habría vida en la tierra». Supongo que la presión que ejercí sobre el doctor torciéndole los ojos no le dio chance de decir otra cosa. No había tiempo para rebatir nada. Él debía asentir con la cabeza y punto.
Antes de parir me senté en un sofá que tenía junto a mi cama. Había hecho ejercicio a partir del cuarto mes, cuando ya había superado la etapa de los achaques. Iba y venía, trabajaba, me movía… en fin, vivía. Sin embargo, ese día me sentí muy cansada. Me dolía muchísimo la espalda y estaba pálida. Abrí un libro que tiempo atrás me había prestado una amiga, escrito por Enrico Stella, titulado Elogio al insecto. Un libro maravilloso escrito por un entomólogo nacido en Palermo. El libro tenía un apartado donde hablaba sobre las chinches de campo y sobre el poeta, escritor y naturalista francés Marcel Roland, quien había escrito sobre las chinches en los bosques.
Según Enrico Stella, Roland tenía razón: «El dibujo que los insectos llevaban en el dorso se asemejaba de manera impresionante a las máscaras que algunos de los bailarines de algunas tribus polinesias muestran durante las fiestas, clavados delante de sus cabañas en las lejanas islas del Pacífico».
Según el entomólogo, estos insectos nacían con las alas atrofiadas. Pensé en la responsabilidad que tendría como madre de permitirle a mi hija y a mi hijo que abrieran sus alas y volaran, tarea nada sencilla. Educarlos sin atrofiarles sus alas.
Al finalizar el texto supe que pronto entraría en labor de parto. Para aquel momento habrían sido las diez de la mañana. Me levante con tranquilidad y cerré los ojos. Pronto, como el gusano se libra de su prisión de seda, mi hija podría ver la luz. Llamé a mi esposo y él salió de prisa, la odisea comenzó, lo cierto es que me surgieron algunas interrogantes como recordando a algunos arqueólogos y antropólogos al suponer que con la típica canoa de doble casco habrían podido navegar hasta América los habitantes de las islas polinesias, acaso bajo la premisa de un «horizonte quieto».
En Namibia, por ejemplo, las mujeres yacen con sus vientres en tiendas montadas a la sombra de árboles para darles cobijo cuando están próximas a dar a luz. Quizá ahí algunas chinches se reúnan para dar ánimo a las parturientas, para dignificar la labor que encierra la vida después de la vida, el esfuerzo sobrehumano de pujar para expulsar con fuerza y valentía el primer alarido de un pequeño ser humano.
En mi caso, parí en la habitación 506. La obstetra no pensó que mi cuerpo dilataría tan rápido y se fue. Le dije que me dolía mucho, pero se fue. Mi esposo se tuvo que ir a hacer el registro que exigía el hospital para proceder a internar «a la paciente». Toqué un botón de emergencia, no me atendió nadie. Quizá unos veinte minutos más tarde, la obstetra, con cara larga, me hizo el tacto y me dijo que ya estaba a punto de parir, que no me daría tiempo de llegar a la sala de parto, así que parí en la sala de recuperación. Ahora sí, me dijo finalmente, respire, puje, respire. Mi hija nació y llamaron a un pediatra para que la revisara. Mi esposo llegó y se extrañó: ¿una niña? Sí, una niña que nació muy rápido.
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¿Quién es Elizabeth Jiménez Núñez?