Me resulta curioso que la historia de Sergiusz Piasecki no haya sobrepasado su fama como escritor y que, a pesar de no haber alcanzado siquiera la media docena de obras producidas, hoy se le conozca más como literato que como el militante, espía, contrabandista, bandolero y traidor que fue. Su vida misma hoy conserva matices de leyenda: nació en Polonia en 1901 como el hijo ilegítimo de un noble polaco y una sirvienta de la casa de su padre. Desde muy temprana edad fue educado en escuelas rusas, las cuales llegó a odiar hasta el punto de atacar a balazos a un profesor. Por este hecho fue encarcelado sin ningún tipo de consideraciones hacia su menoría de edad, pero curiosamente un día escapó de la cárcel para ir a terminar la escuela. Luego, con apenas dieciséis años ya formaba parte activa (en el frente) de las tropas militares nacionalistas de su país en contra de la ocupación rusa, y hacia los veinte —en gran parte gracias a su perfecto dominio de los idiomas ruso, bielorruso y polaco— ya era estratega de la Red de Inteligencia Polaca durante la guerra contra una recién nacida y temida Unión Soviética. Hasta ese momento todo en su vida indicaba que tarde o temprano ese muchacho flaco con cara de pájaro se convertiría en un héroe digno de la memoria postrera polaca, sin embargo un día, más temprano que tarde y como quien se cansa de la abrumadora carga que conlleva ser un ciudadano intachable y ejemplar, abandonó la vida heroica para convertirse en un contrabandista y bandolero de la más alta calaña.
Aprovechándose de su condición de espía de la Inteligencia polaca, a principios de la década de 1920, y cuando el inusitado término “narcotráfico” no llegaba ni a pañales con respecto a lo que llegaría a significar muchas décadas después, fue líder de una de las primeras organizaciones conocidas que de forma ilegal traficó —entre otras cosas— cocaína a Rusia (me pregunto cómo la obtenían en aquel entonces, y por aquellos lados), y su banda estaba conformada por los mismos agentes de Inteligencia que estaban bajo su cargo. Según el mismo contrabandista contaría más tarde, el negocio nunca fue lo suficientemente bueno como para salir de pobre, pues la mayoría de ganancias se esfumaban en los sobornos que tenían que pagar en altas sumas a agentes rusos para que no los encarcelaran, ya que a causa de sus borracheras desmedidas con vodka en las cercanías de la frontera, solían ser descubiertos con frecuencia.
Su faceta como espía y contrabandista le duró hasta principios de 1926, cuando fue despedido “sin explicación alguna”, curiosamente luego de haber descubierto un vínculo sospechoso entre la burguesía polaca y la Inteligencia soviética. Para entonces ni siquiera llegaba a los veinticinco años cumplidos, y en pocas semanas, de ser un jefe estratega de la Inteligencia, pasó a convertirse en un indigente, por lo que poco demoraría en tomar un revólver y —como en las meras-meras épocas del viejo Oeste— dedicarse a asaltar en los caminos inhóspitos y boscosos del noreste de Polonia, desde carruajes judíos llenos de mercancía hasta trenes de carga. Un día fue capturado y un tribunal lo sentenció a la pena de muerte (se dice que por el delito de alta traición, pues se había descubierto su presunta colaboración con el Servicio de Inteligencia Soviético), condena que fue impedida justo a tiempo por algunas influencias obtenidas —irónicamente— durante su permanencia en la Inteligencia polaca; pero esto no le evitó una condena de quince años de cárcel.
A causa de su personalidad problemática y revoltosa, llegó a cumplir su condena en todas las cárceles de Polonia, habiendo sido expulsado de cada una de ellas por provocar y liderar trifulcas y rebeliones multitudinarias. Asimismo, fue curiosamente durante esta época que Sergiusz Piasecki tuvo la suficiente sobriedad mental para convertirse en escritor y así crear la primera novela que me regaló casi toda una vida como lector: Kochanek Wielkiej Niedźwiedzicy, o El enamorado de la Osa Mayor.
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