Por vacaciones del reciente año pasado hicimos un viaje en carretera buscando sitios arqueológicos señalados en un mapa turístico publicado por un medio tradicional y una empresa de telefonía (confieso que faltó rigurosidad para tener datos más fieles). La idea era conocer aquello desconocido y sobre todo aquello otro que no cuenta con la publicidad del Instituto Guatemalteco de Turismo (Inguat), bastante deficiente en presentar información en su página web, o de National Geographic.
En el mapa señalamos los que se podían abarcar en una semana (de domingo al sábado siguiente), y dejar a las circunstancias la selección de hospedaje y comida. Los puntos que definitivamente queríamos ver eran: Estanzuela, en Zacapa; Quiriguá, en Izabal; Poptún, Ixcún, Santa Cruz, El Ocote, El Chal, Yaxhá, Nakum y El Naranjo, en Petén; todos ellos marcados en el mapa con una pirámide roja.
Viajar por las carreteras de Guatemala tiene su encanto, con toda la adrenalina de lidiar con conductores imprudentes y tener la habilidad experta para esquivar los innumerables cráteres en el asfalto, dos simples variables para evitar los trágicos accidentes. Tema aparte son los trechos en ampliación interminable, o los vestigios de huracanes con puentes caídos, o los constantes derrumbes por nuestra geografía tan compleja.
Si dejamos de lado lo técnico no todo va tan mal, pues ese orgullo tan nacionalista por los paisajes guatemaltecos tiene quizá su motivo en impresionantes vistas, con sinuosas formas y los tonos verdes más variados y antojadizos; los atardeceres nunca uno parecido a otro y esa transformación vegetal que sucede en silencio de kilómetro a kilómetro. Hay vida después de todo, aunque los ríos vayan secándose y la precariedad sea la pictografía que más se repita en el camino.
Ya en los sitios nos detuvieron dos cosas. La primera fue la inexistencia de los sitios arqueológicos de Santa Cruz y El Ocote, pues los propios pobladores ignoraban que hubiera allí vestigios mayas. La segunda fue que por las distancias en terracería descartamos los sitios de Nakum y El Naranjo, que hacen triareja con Yaxhá. Seguramente nos perdimos de algo bello.
Por otro lado, me molesta de alguna manera que no se cobre el ingreso al Museo de Paleontología y Arqueología de Estanzuela (uno de los más cuidados) o a los sitios que casi nadie visita, como Ixcún (donde se encuentra la estela más grande de Petén) o El Chal, lugares de varias hectáreas de bosque protegido y escasísimo personal, que se conforme con donaciones de los visitantes.
Ningún museo o sitio turístico en México, España o Alemania es “gratis”, pese a tener un apoyo sólido de sus respectivos ministerios, instituciones u organismos de cultura. Y digo que me enoja de alguna manera porque también comprendo que al visitante local le parecerá difícil costear el traslado y la alimentación para toda la familia que un viaje como estos implica, además del pase de entrada. Por desgracia, no tenemos los grandes donantes millonarios que hacen la entrada gratuita a lugares como el Museo Nacional de Arte y Cultura Afroamericana, en Washington. Mi punto es que en Guatemala existen pocos proyectos culturales sostenibles.
Además de poco sostenibles, los que sí lo son carecen de información. Las explicaciones son pobres en Yaxhá y Quiriguá, donde quizá el pretexto sea pagarle a un guía, incluso extranjero, para enterarnos de tanta riqueza escondida.
A pesar de todo, viajar abre la mente. Este pequeño viaje fue impresionante, de mucho aprendizaje, de apreciar la belleza natural y cultural, de conocer los otros rostros de esta tierra, de reconocer que vale la pena conocerla.
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¿Quién es Diana Vásquez Reyna?