En Guatemala, las líneas de su mano, Luis Cardoza y Aragón narra su regreso al país en octubre de 1944, invitado por el triunfo popular que se gestaba en esos días.Con aliento lírico, Cardoza describe el viaje que inicia en Tapachula, ciudad fronteriza de México, y su ingreso al país pasando por Malacatán, Quetzaltenango y Patzicía, donde los pobladores hacían guardia para proteger el levantamiento proletario.
Después de 25 años lejos de La Antigua Guatemala, ciudad donde nació y a donde siempre quiso volver ─el reencuentro con los volcanes, con el empedrado de la 3ª. Avenida Norte, justo detrás de la catedral, y con el llavín de su casa son un episodio excelso, no solo en la literatura nacional, sino más allá─, se instala por unos meses en la ciudad que aunque amaba, lo «acogotaba», y tiene tiempo para vivir otra Cuaresma en casa: «Para Semana Santa, millares de campesinos de pueblos próximos disponen de fondos como no pueden hacerlo en el resto del año». Lo pinta como un festejo «donde participan los más pobres y los más ricos y encopetados». El cuarto de siglo afuera le devuelve el asombro y le permite narrarlo como si fuera la primera vez, cuando anota: «En ninguna población de Guatemala se siente tanto el peso del analfabetismo mezclado con tradiciones coloniales».
En Mareas cuaresmales, César Brañas se refiere a esta temporada: «De todos los puntos cardinales retornaban fugazmente los antigüeños emigrados, que con su energía y su inteligencia hacían prosperar fincas y ciudades distantes» ─ojo que las migraciones a mitad del siglo pasado no eran la tara que se ha convertido en lo que llevamos del actual─. Brañas agrega que «su vuelta (la de los migrantes) era una de las alegrías de la ciudad, que el lunes de pascua se vaciaba y recobraba el silencio conventual».
Acierta Brañas en esto último. Pocas ciudades son tan fantasma como la Antigua después de la festividad: los bares y restaurantes cierran toda la semana de Pascua, los estudiantes caminan cabizbajos rescatando los restos de añilina que se esconden entre las piedras, y el aire huele a pino machucado, aserrín teñido, mango maduro y, en los últimos años, a cerveza caliente u orina evaporada.
Décadas después, la Semana Santa continúa siendo el vector que alimenta la vida en esta ciudad, y que ha servido de inspiración a varios escritores locales: Los hijos del padre, de Luis de Lión; Marcha procesional, de Adolfo Méndez Vides, y las columnas de Luis Aceituno. Aun siendo muy distintos, todos los textos que van sobre el tema exudan nostalgia, elemento propio del antigüeño que se exacerba entre clarinetes chillones y trombones cansados para filtrar, por un embudo musical, el recuerdo del amigo ausente, del pariente muerto o del amor perdido.
Muchos guatemaltecos, y casi todos los antigüeños, tenemos una relación amor/odio con la tradición. En mi caso domina la primera, pues en Cuaresma conocí los barrios alejados de casa, pude salir de noche sin tener que volver temprano, sembré mis primeras amistades ─algunas permanecen, aunque solo las vea en esta temporada─ y también tuve mi primera novia, con la que seguimos siendo grandes amigos.
¿En qué punto la conservación de los ritos locales, del folclor y de la memoria de la ciudad se convierte en chauvinismo? ¿Es inevitable que el comercio devore a la tradición y esta sea atropellada por la marea de turistas, fotógrafos, y vendedores de artilugios de verano? Quizás peco de cuadrado, pero disfruto más las procesiones «pequeñas», como la de Santa Inés del Monte Pulciano, donde los antigüeños caminamos a gusto y sin tumulto por los barrios viejos, recordamos Semanas Santas pasadas y escuchamos las marchas de toda la vida.
[Foto de portada: Eduardo Pérez Montepeque]
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¿Quién es Leonel González De León?