Llegué en mayo de 2018 a Puerto Lempira, municipio de La Mosquitia hondureña. Desde pequeña escuché historias maravillosas de esta tierra por personas que habían tenido la oportunidad de visitar o vivir en la zona. Recuerdo haber disfrutado de documentales que presentaban en la televisión mexicana donde se podía apreciar la imponente belleza natural y cultural de un departamento que, paradójicamente, se encontraba sumergido en el abandono por parte del gobierno de Honduras.
Pasaron muchos años y viajar a La Mosquitia parecía tan difícil. Primero porque el acceso terrestre es en realidad complicado, un camino largo y con una carretera en deplorables condiciones; y segundo porque el acceso aéreo es muy costoso en términos monetarios. Un día de abril por la tarde recibí la noticia de que el Proyecto Intercultural Bilingüe de la Universidad Pedagógica me enviaría a Puerto Lempira como maestra de las clases de Didáctica de la música y Apreciación musical. No cabía de la alegría, me llené de ansias y debo confesar que en algunos momentos también me llené de preocupaciones.
No tardaron en llegar conversaciones en las que amistades y colegas parecían sentirse asombrados, contrariados y hasta temerosos ante mi nuevo trabajo. Preguntas como «¿No te da miedo viajar hasta allá?», «¿Hay luz eléctrica?», «¿Los misquitos hablan español?», «¿Cómo se te ocurre ir a La Mosquitia?» y una innumerable lista. Todo esto hizo que me cuestionará si en realidad era consciente del lugar al que viajaría.
En el imaginario hondureño, La Mosquitia es sinónimo de un lugar perdido, remoto y lleno de muchos riesgos. La escasa información, el abandono y la incompetencia de todos los gobiernos, la discriminación y la ignorancia de una gran parte de la sociedad son los responsables de la marginalidad a la que se ha visto condenada esta región de Honduras que en realidad está llena de riqueza humana, cultural y natural.
Debo confesar que por un momento me sentí preocupada. Tenía mucho miedo de no poder expresarme bien y no crear empatía ante mis nuevos estudiantes. Todos estos sentimientos quedaron desplazados el día que por fin realicé el primer viaje. Aterrizamos a las ocho de la mañana y el sol estaba radiante. Cuando llegué a la sede de la universidad fui recibida de manera cálida por mis estudiantes. Noté que la mayoría eran mujeres jóvenes, con rostros llenos de vida y, sin duda, llenos de historias. Muchas de ellas sonreían con facilidad mientras que otras solo escuchaban y observaban con atención. La mañana parecía marchar de maravilla hasta que en un momento de receso una de las estudiantes me comunicó que necesitaba retirarse. A su madre le habían amputado ambas piernas y mientras se recuperaba en el hospital ella debía asistirla. No encontré palabras, apenas pude decirle que podía irse.
La hora de clase terminó y me desplacé hacia el siguiente espacio pedagógico donde también la mayoría de estudiantes eran mujeres. Sus rostros destilaban alegría, hablaban y reían a la vez, se respiraba un ambiente de mucha armonía y nuevamente fui recibida de manera cálida y amorosa. Cuando llegó el momento de corroborar el listado con los nombres de mis alumnos y alumnas noté que dos personas no respondieron al llamado. El silencio inundaba el espacio, el intercambio de miradas fluía y la mayoría de los rostros se tornaron opacos. Terminé y me dispuse a impartir la clase, de la que por cierto me sentí tan satisfecha por los buenos resultados y la inteligencia musical que mis estudiantes tenían en su mayoría. Al finalizar la jornada, y luego de despedirme, alguien se me acercó y me dijo: «Profesora, uno de nuestros compañeros no pudo venir porque hace unos días mataron a su familia y otra compañera vive en una comunidad que está a horas de aquí y no encontró transporte». Una vez más no supe qué decir y nada más agradecí por habérmelo comunicado.
La jornada terminó y llegó el momento de conocer el lugar donde pasaríamos el resto de los días. Al llegar al hotel me recibió la inmensa e imponente Laguna de Caratasca. Debo decir que este fue uno de los momentos más hermosos que he experimentado: Caratasca tiene magia, tiene música y está viva. Tiene el poder de dejar a cualquier persona inmóvil y hacer que el tiempo se detenga.
Una vez instalada en mi habitación me asomé al jardín y me dispuse a seguir contemplando la laguna cuando de pronto pude observar que junto al muelle había un grupo de personas subiendo a una lancha. Me percaté de que la mayoría eran mis estudiantes. La lancha emprendió su viaje y la vi perderse a lo largo del paisaje. Horas más tarde me enteré de que un gran numero de la población estudiantil de la universidad se trasladaba de esta manera para poder llegar a estudiar a Puerto Lempira. Viajaban durante horas para llegar a sus comunidades y regresar a su vida cotidiana, que, en el caso de la mayoría de las mujeres, consistía en hacerse cargo de los quehaceres del hogar y trabajar junto a sus familias en actividades como la pesca, que finalmente es lo que sustenta a la mayoría de los pobladores y pobladoras de La Mosquitia.
Con el tiempo fui conociendo a más personas y más historias, como la de Wilma, una estudiante que trabaja como docente en una escuela donde para llegar debe de trasladarse junto a sus pequeños estudiantes en un pipante (llamados canoas en otras partes). En realidad, Wilma es la verdadera representación de la fuerza, el amor y la vocación. Sé que hay muchas como ella, pero nadie las menciona. Nadie las conoce y nadie les da una condecoración, ni figuran en las revistas y en los periódicos como las «maestras del año».
Las mujeres misquitas encaran difíciles problemas sociales. La pobreza y la falta de oportunidades de empleo dan lugar al alcoholismo, la drogadicción, la violencia doméstica y la prostitución. Otro problema latente es el limitado acceso a la atención de salud y el deterioro alarmante de las condiciones sanitarias en sus comunidades. Aunque algunas zonas cuentan con servicios básicos de salud, las condiciones siguen siendo inadecuadas y no satisfacen las necesidades de la población.
Yo podría seguir hablando de todos los problemas sociales, ahondando en las historias que conocí, narrando los lugares paradisíacos que tanto disfruté de este universo inmenso, mágico y poderoso que es La Mosquitia, pero en este momento me apetece agradecer. Agradecer por haber tenido la oportunidad de conectarme, a través de tanta riqueza natural, con la madre tierra. Agradecer por todas esas mujeres hermosas y poderosas que conocí y que me permitieron, de alguna manera, entrar en sus vidas y compartir sus alegrías, su música, sus pesares. Apreciar sus sonrisas, sus enojos, sus angustias, sus bailes, su lenguaje. Para ellas la luna, el sol, las más lindas aves y flores, todas las estrellas.
†
¿Quién es Linda María Ordóñez?