Llevo todo el día con las palabras en la boca y las cifras revoloteando en mi cabeza. Sé exactamente de lo que quiero escribir, pero tengo aún las lágrimas aguantadas. Me veo al espejo y sé que estoy viva, que no soy yo a quien asesinaron y después culparon de su propia muerte por puta. Toco mi rostro y sé que no soy yo la que amaneció con miedo y el ojo hinchado, que no hay niños en el cuarto de al lado refugiados entre sus sábanas esperando que llegue a abrazarles mientras aguanto el llanto y cubro el golpe con corrector. Sé que no soy esa niña asustada debajo de su cama rogando que no llegue papá. Porque papá no es papá, es un monstruo que se roba mi infancia.
Me reconozco ante lo bueno y lo malo y escribo esto porque sé que no exagero. Los doce feminicidios al día en América Latina son reales. También lo son los prospectos de femicidas, esos controladores que empiezan prohibiéndote vestirte como a ti te gusta o que te andan supervisando las llamadas y el chat. Son esos que necesitan validarse como hombres al prohibirte tener vida social, ante quienes eres estúpida frente a su ego por más estudios que tengas, los que para validarse y demostrar su control sobre ti te pegan porque “eres su mujer”. Por más que se me escarapele el cuerpo y me duela concebirlo, estas personas son reales así como también lo son los agresores sexuales. Ellos, en la gran mayoría de casos, son parte de la familia: el padre, el tío, el primo, el abuelo o el padrastro; son personas de confianza: un amigo, el chofer de la escuela, el maestro o el padrino; son personas que luego se jactan de sus valores y dan cátedras de la moral y buenas costumbres: el sacerdote, el pastor de la iglesia. Estos individuos son tan reales que destrozan vidas, nos hacen chiquititas y nos muelen el amor propio. Nos hacen creer que somos propiedad de ellos, que somos estúpidas y putas, tal como ellos nos dicen. Nos hacen sentir como si no fuéramos nada y llegamos al punto de no querer sentir y ser nada.
No exagero cuando lloro al escuchar un nuevo caso de abuso infantil o cuando veo titulares amarillistas que reafirman la posesión de los hombres sobre nuestros cuerpos. No exagero al decir que somos cómplices por aceptar como norma vivir en este mundo patriarcal y machista que nos objetifica, hipersexualiza y minimiza. No exagero al decir que no existe la justicia porque no hay mecanismos de prevención efectivos que nos enseñen a detectar situaciones de abusos. Tampoco existe personal preparado para la atención a las víctimas en las instituciones gubernamentales correspondientes, y mucho menos herramientas que protejan a las mujeres cuando denuncian a sus agresores, puesto que ellos terminan rompiendo las boletas de alejamiento en la cara de sus víctimas.
Cada día que pasamos sin hacer un cambio en nuestro comportamiento es otro día en que seguimos perdiendo la batalla contra la violencia de género. Todas las cosas que menciono arriba, si bien precisan cambios legales, jamás podrán ser alcanzados por completo si no hacemos transformaciones en nuestras mentalidades. La violencia de género no se reduce al feminicidio y también se esconde detrás de los llamados micromachismos, que no es más que una forma light de denominar al machismo sutil y silencioso al que somos expuestas diariamente y a las típicas actitudes posesivas que hemos normalizado.
Ahora pienso en el milagro de estar viva y poder pelear por nuestra libertad y emancipación. Me seco los ojos y sé que no exagero al proclamarme como feminista y que no exagero cuando defiendo a tambor batiente toda acción que tenga como propósito la igualdad entre hombres y mujeres. Pienso que no hay mejor momento que el ahora para exigir respeto a nuestras vidas y nuestros cuerpos, y no porque seamos superiores, no porque seamos especiales, no porque seamos madres, hermanas e hijas: nosotras merecemos respeto y que se nos reconozcan nuestros derechos porque simplemente somos personas.
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¿Quién es Corina Rueda Borrero?