El nombre de Darío nada nos dice más allá de las orgullosas fronteras de nuestra lengua. Su verbo resuena hondamente y nos abandera como patriotas, pero siempre dentro de los perímetros exclusivos del idioma. Por desdicha, Darío es un genio ausente en la otra orilla de las literaturas occidentales: Alemania, Italia, Reino Unido, Portugal… Algunas razones, muy personales todas, pongo ahora sobre la mesa como facturas sin pagar. No son respuestas. Conjeturo, manoteo sombras en la pared, zarandeo archivos, signos en rotación. Mis motivos son sencillos: primero, mi amistad con Rubencho: soy hijo único y, a falta de otra compañía, Darío inauguró mis noches de lectura desde los doce años; y lo segundo, el escrúpulo —¿puedo escribir desconsuelo?— al ver su poesía cesar de expandirse camino a otras lenguas.
Una cosa antes: escribo y no me mueve el menor interés por aquellas controversias interminables como las que traban los analistas de futbol en ESPN —soy malo para esto: bostezo y estoy roncando a los pocos segundos—, ni mucho menos pretendo la polémica pestilente de los ociosos. Sí, en cambio, abrazo el diálogo aclaratorio; el intercambio que suma, no que consuma. Dicho esto, comparto tres tesis modestísimas que buscan aproximarnos al estado del inconcluso universalismo de la obra de Darío. Aquí voy.
La primera es esta: Nicaragua, sede de los dariólatras y de los espectáculos mitológicos hacia Rubén, ha estado sobrepoblada de sabihondos de su obra durante toda una centuria. En Nicaragua hay un estudioso dariano por cada 100 habitantes. Lo juro, vi las estadísticas por ahí y las habré perdido. En fin, vidas enteras ofrendadas para salvaguardar y olfatear la poesía de Rubén. Los lebreles del sueño modernista. Sin embargo, no todos, desafortunadamente, han hecho aportes reales a la universalización de su obra. La razón siempre es la misma: un nacionalismo virulento. Estos mismos son lo que gruñeron rabiosamente, por citar uno de los incontables ejemplos, cuando Octavio Paz, al reflexionar sobre la poesía política de Rubén, afirmó: “Darío tiene poco que decir y su pobreza se revista de oropel. Emite opiniones, ideas generales, pero le falta la realidad sufrida y gozada. Los poemas de Darío carecen de sustancia: suelo, pueblo. ¿Vio la miseria de nuestra gente, olió la sangre de los mataderos que llamamos guerras civiles? Tal vez quiso abarcar demasiado: el pasado precolombino, el presente abyecto (…) Olvidó o no quiso ver la otra mitad: las oligarquías, la opresión, ese paisaje de huesos, cruces rotas y uniformes manchados. Tuvo entusiasmo: le faltó indignación”.
Entonces los polizontes literarios descreditaron de tajo las afirmaciones de Paz. Lo acusaron de alevosía, derechoide, alcoholismo, qué sé yo. Y, reunidos todos, lanzaron como contraofensiva cadenas interminables de declamadores a lo ancho del continente: «Salutación al Águila», «Ínclitas razas ubérrimas», la infaltable «Oda a Roosvelt», ¡hasta el Himno Nacional! ¿Alguien ha leído, pero sin fanatismo ni con una foto de Darío en la mano, «La epístola a la señora de Leopoldo Lugones»? Bueno. Sigamos, ninguno quiso ver —expandir, desmontar, conjeturar al menos— los serios hallazgos que advertía el mexicano. Los críticos estaban demasiado ocupados organizando congresos y festivales de poesía en honor a Darío. Su nacionalismo atrincheraba —amuralla aún— las posibilidades de admitir flaquezas en la divulgación de la obra de Rubén. Lo peor es que el chauvismo nicaragüense —latinoamericano—, como la calvicie o la diabetes, es hereditario. De forma que si nuestros abuelos, a la luz de sus candelabros, dieron por consumada la tarea con Darío, los del presente —e incluso muchos de nosotros— también lo hicimos: Darío es. Verbo intransitivo. Darío no necesita expandirse más: él mismo es un universo sobre el que orbita toda poesía contemporánea en nuestra lengua. Consumado es.
Vamos a la segunda tesis. Son tesis nomás: la estética misma del modernismo hispanoamericano. Quiero decir, la piedra de toque de la escuela modernista es el ritmo y la musicalidad, y estos recursos del texto literario ponen en serios aprietos a cualquier estudioso que intente traducir esta poesía a otro idioma. Con esto —o más bien: no sé si solo por esto— se debe a que existan tan solo simulacros de traducciones de la poesía dariana. Tentativas casi ridículas, esperpentos idiomáticos. ¿Esperamos que los casi trescientos millones de árabes y los ciento cincuenta millones de rusos lean a Darío en español? Su poesía circula memorísticamente, claro, pero únicamente en las constelaciones de nuestra lengua.
Finalmente, la tercera razón: Darío no fue exactamente la voz defensora de América. Quiso serlo. Nosotros quisimos —¡queremos aún!— que lo fuera, pero nuestra región —¡su país de procedencia!— es un débil foco económico y, desafortunadamente, en literatura el genio no es suficiente. Darío no se vio nacer en Berlín o Florencia, ni siquiera en Lisboa, sino que en el quicio de una periferia, porque como reconoce José Emilio Pacheco: “El talento, como el espíritu de los Evangelios, sopla donde quiere. Y en vez de elegir para renovar no solo la literatura sino la lengua toda a un joven privilegiado, digamos Pedro Balmaceda Toro, escoge a un niño casi mendicante”. Y aunque sea una obviedad declararlo a estar alturas, el poder económico instaura, viraliza nombres, perpetúa, incluso en el arte, épocas enteras. Por tanto, el flácido poder económico de nuestra América no ha dado los impulsos requeridos para que el nombre de Darío resuene en otros idiomas —acuérdense que son más de tres mil millones de posibles lectores en Asia—. No nos sintamos culpables por esto. Las reglas del juego ya eran estas desde siglos atrás.
Cierro con dos anécdotas. Para finales de la primera década del siglo XX las vanguardias europeas arrancan frenéticamente a explorar nuevos artefactos literarios. Marinetti publica su célebre manifiesto Futurista, que recorre cada círculo poético en Europa y América. Escandaliza. Genera simpatía tanto como estupor. Como era de suponerse, este manifiesto llega a las manos de Darío y Rubencho, que ha sido formado por los ideales humanistas clásicos grecolatinos, escribe una magistral contrarrespuesta a las tesis de Marinetti. Darío prácticamente derribó discursivamente cada argumento que propuso el italiano. Darío dictaba: esto ya lo dijo Esopo, esto es un callejón sin salida, decir que el ruido del automóvil de carreras es más bello que la Victoria de Samotracia “es el vicio lógico que los antiguos llamaron sofisma de tránsito”. Sin embargo, no hubo ni una sola réplica desde los círculos europeos ante estas categóricas repuestas de Rubén. Sospecho que tampoco se enteraron de estas. Marinetti, por supuesto, no tuvo una sola noche de insomnio esa semana, ni Theodore Roosevelt sufrió de un ataque de ansiedad por la oda contestataria en su contra. Uno de nuestros mayores estandartes de americanismo pasaba desapercibido. La segunda: Darío, siempre un ferviente humanista, reporta para el diario La Nación sobre las tensiones imperialistas de las potencias europeas. Como reportero recorre, incluso, algunas colonias inglesas, “Aquí están representados los sitios —escribe Darío— donde se canta fervorosamente el God save the Queen”, y luego arremete contra el ideólogo del imperialismo británico, Rudyard Kipling, prototipo de los ingleses codiciosos “armando a las nueve musas y al Apolo inglés de fusiles con precisión y con balas dum-dum”. No tenemos reportes de que Kipling sufriera de una crisis de ansiedad ante las acusaciones de Darío. Ninguna protesta, carteo, notas al pie de una página. Nada de regreso. La voz del fundador de la poesía moderna en nuestra lengua, nuestro mejor rankeado, no horadaba hasta aquellas encumbradas constelaciones de la política y del arte. En fin, tal vez nos toca reajustar el concepto de universalidad, clásico, vigente, esas cosas; o simplemente conformarnos —el más desalentador y actual de los escenarios— con los rostros ocultos de su universalidad.
¿Quién es Javier González Blandino?
Equivocado, con problemas y sin autoridad