No faltará quien diga que es un bajo arte, pero admiro profundamente el talento de las personas dedicadas a crear comedia. El proceso fisiológico de la risa es una mera excitación cortical en la región del cerebro que interviene la vocalización. Las personas que nacen sordas o ciegas pueden reír. Leí en algún estudio de MIT Technology Review que esos espasmos vocales son una adaptación evolutiva del cerebro como “órgano social”. Al igual que un sonrojo, la risa es un mecanismo de expresividad desarrollado para advertir a otros seres de nuestra especie sobre nuestras emociones, seguramente incluso antes de que existiese la noción del lenguaje. Mi fascinación con esta banal conducta humana consiste en qué la genera y por qué. Contrario a lo que puedan sugerir los artículos paracientíficos de las revistas de modas sobre el chocolate, las ostras o el ceviche, es el único afrodisíaco comprobado.
El sexo y la risa son conductas tan ferales tan básicas, tan similares en su modo espasmódico, en su variabilidad de persona a persona y la tormenta de tabúes alrededor de la manera correcta de evocarlas. La propia existencia de la comedia romántica como género cinematográfico es prueba patente de la íntima asociación entre las dos. Aquella historia del cortejo hasta el enamoramiento se guía precisamente por hallar los elementos cómicos entre sus personajes o hacia su audiencia, elementos que insertan pinceladas de absurdo en el acto de copular.
Suelo pensar que la risa en sí es una manera de intimar con la audiencia sentada y vestida en la sala, y esa es quizás la razón de la popularidad de Pretty Woman, Annie Hall, When Harry Met Sally o Breakfast at Tiffany’s. Inician con la excitación de zonas clave, con situaciones que escalan su impacto y velocidad pero mantienen un límite (la meseta), y al igual que el chiste tiene su punch line, el clímax llega en el momento más disparatado, cuando la esperada declaración amorosa da espacio al suspiro resolutorio. En ese punto la tensión se disuelve en drama y descubrimos al personaje vulnerable, tomamos un respiro después del orgasmo. John Masters y Virginia Johnson determinaron, sin saberlo, las cuatro etapas esenciales para el relato cómico efectivo. La fórmula evolucionó al punto de enfatizar cada vez menos el amor y más el sexo. He ahí el boom dosmilero de la comedia sexual: American Pie, Y tu mamá también, The 40 Year Old Virgin, Superbad, etcétera.
Ahora bien, y sobre esa misma idea, ¿por qué provoca tanta risa el concepto del sexo? En la comedia stand-up se denomina “material azul” a los chistes basados en el sexo como obscenidad. No se trata de una novedad: Lisístrata data del 411 AEC. Es probable que esta tradición haya generado el desdén de muchas personas hacia la comedia en general, pero muchos de sus intérpretes les dirán que el material azul es desahogadamente humano. No existe el chiste sin la vulnerabilidad, y el sexo es precisamente el momento en que cualquier bestia se halla a merced de sus depredadores. El chiste es el momentáneo espejismo para pensar que la eyaculación precoz, la disfunción eréctil, la promiscuidad, la infidelidad, la frigidez y cualquier otro mal de cama existen fuera de nuestra experiencia. Y suelo pensar que la razón por la que cierta gente se ofende con el cinismo de esos bits es porque percibe (en lo más bello del instante cómico) un vistazo a su realidad.
Pero claro, en la comedia alguien siempre debe recibir el plomazo y la legítima maestría de un autor o intérprete cómico consiste en disparar silenciosa y certeramente. Esa fue mi exacta impresión cuando atendí a la producción dirigida por Diana Paola Alvarado de El insólito caso del Señor Morton. La obra de Martín Zapata se vale de un relato policiaco para sumergirse en uno de los tópicos más complicados para hacer comedia azul: las parafilias. La omisión de utilería y escenografía (minimalismo distintivo de la directora) evocan la magia de los skits de improvisación: la intuición de infinitas posibilidades para hurgar el absurdo y, en esta producción como en ninguna otra de la cartelera guatemalteca, la inmersión absoluta del público en la depravación de cada personaje. Las interpretaciones son impecables, con un ritmo palpitante que le otorga a cada escena el tiempo exacto para una carcajada que empieza nerviosamente entre la audiencia y que hacia los últimos minutos se torna explosiva, acaso lo suficiente para encubrir la tarea del francotirador.
En fin… A medida que observaba a una zoofílica revolcándose con su mascota sobre las tablas, el estruendo de carcajadas permanecía y tuve una de esas momentáneas realizaciones que solo la ficción puede procurar. La risa y el sexo devengan su sublimidad al abrumar desde lo más ridículo hasta lo más poético de nuestra existencia. Aunque todos seamos en el fondo bastante depravados, difícilmente existirá un espacio distinguido para los comediantes (especialmente azules), pero puedo confesar que una ventaja en la tarea de generar remates y chistes es la continua orgásmica música de las carcajadas de esa persona íntima y emotivamente codiciada.
†