La manía de la ofensa


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Originalmente quería liberar este artículo en la semana de la infame bofetada de los Óscares, pero el vaporoso discurso de memes, proclamas feministas y edificantes cátedras de moral mitigó mi necedad. Ahora que ya se volvió historia antigua, el momento violento entre Chris Rock y Will Smith merece una retrospectiva. A fin de cuentas se trata de una de las consecuencias más prevalentes y controversiales de la comedia. Hay algunos idiotas que creen que esta es una discusión que se limita a la definición y aceptación del humor negro, pero como una experta sobrepensadora con un título inútil en las humanidades no puedo evitar la urgencia de analizar qué sucede acá y por qué (¿afortunadamente?) la comedia seguirá siendo un terreno de guerra. Empecemos.

Creo que mucha gente olvida que el objetivo de la comedia no es el dolor, sino más bien la incoherencia con la realidad. Entre más personal y certera es esa incoherencia, más fuerte es el dolor que imparte en la audiencia y libera en su autor. Por eso suelo hablar de la comedia como un discurso o una escuela de pensamiento con múltiples variaciones, más allá de una serie de disciplinas o técnicas escénicas. La comedia es una parte de la interacción humana, como la sinceridad o la hipocresía, y es entendible que todos tengamos una aversión o atracción relativas a ella.

Es muy difícil hablar de comedia universal. El humor es un fenómeno inseparable del contexto, y por eso altamente resistente a traducciones y adaptaciones. Asimismo, el humor se trata de observar y comentar, por lo que incluso está sujeto al momento, actitud y circunstancias que rodean su ideación. Gran parte de lo que nos hace reír está en el instante que después desvanece en una anécdota o un recuerdo sonriente. Ese es el reto de los artistas en cualquier disciplina cómica: una batalla casi inganable contra la irrelevancia y el tiempo. O acaso sea su fineza: la sutilidad de crear algo conmovedor y autodestructivo.

Volvamos entonces a Chris Rock, un comediante de stand-up con la muy sosa tarea de presentador en los premios de la Academia. Sí, es el escenario más importante para todas las celebridades que están ahí expectantes, nerviosas y un poco medicadas, pero en realidad es un evento que cada año pierde vistas e interés entre el público general. Cada año la brecha entre el cine académico y el popular es más infranqueable, y el interés por ver a las personas más bellas, ricas y famosas aplaudirse ha decaído en favor de una sesión tiktokera. La labor de un presentador en este tipo de eventos ya es bastante fútil y por eso exige un mínimo de cinismo para extraer, cuando menos, media risa.

Lo que inició como un chiste bastante mediocre evolucionó a una magna discusión sobre agresiones y los límites de la cortesía y el humor. Y no es que no existan las agresiones: simplemente es bastante tonto evaluarlas desde un incidente totalmente removido de la realidad y completamente intrascendente para las personas que podrían sentirse aludidas. Internet hace que le demos tanta importancia a algo tan inútil y tonto como la opinión: podemos convertir el momento más inocuo en una catástrofe maniquea. Nos encanta dividir el mundo en buenos y malos, santos y pecadores. La discursiva de este siglo llama a la ofensa, no a la crítica, y no puedo evitar preguntarme en qué punto dejamos de tener esa astucia para reconocer y cuestionar la realidad por igual.

Hay quienes dicen que la gente de ahora es demasiado sensible: que no se puede hablar contra los homosexuales, las mujeres, los de X país o de X etnia. Dicen que ya no tenemos las agallas como antes, que ya no podemos tolerar la cruda verdad. Lo único cierto que veo ahí es la insistencia de creernos los poseedores de una verdad única dictada desde la comodidad de un comentario aleatorio. Yo solo creo que somos un poco más tristes y, acaso por eso, un poco más tontos.

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