LGBTQIA: lavar el arcoíris


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Vuelve junio y la mafia alfabética tiene su festejo. La conmemoración fue «fundada» por el maestro de escuela secundaria Rodney Wilson cuando, tras enseñarle a sus estudiantes las consecuencias del Holocausto, recalcó que él, como hombre homosexual, también habría estado en riesgo de morir.

Wilson se acercó a numerosas instituciones de activismo y defensa civil para instituir la enseñanza de la historia LGBTQIA en las escuelas. Actualmente, California es el único estado cuyo programa educativo incluye esos capítulos ignorados, recortados o borrados de los libros de Historia.

Para la comunidad diversa, el mes del orgullo ha sido adoptado como un momento de expresión y reconocimiento. Durante un mes, el rechazo, la negación y la violencia que rodean a estas personas se combaten con la alegría desfachatada de los desfiles. Nunca deja de enternecerme esta apropiación de una costumbre tan sosa, estricta y militarizada convertida en una explosión de colores, canciones y la espontaneidad que no podemos expresar en un día normal.

Según Gallup, más del 5% de los estadounidenses se considera parte de la comunidad LGBTQIA. Ese número incrementa drásticamente en las generaciones más recientes: abarca un 9% de los millennials y un 15.9% de la Generación Z, comparado con 1.8% de la Gen X y el 0.3% de los Baby Boomers. La popularización de celebridades y media creados por personas diversas ha calado con creciente presteza en el mainstream, normalizando la cultura LGBTQIA al punto parecido a la aceptación, pero acaso más siniestro: la monetización.

Este 1 de junio, Disney compartió una adorable imagen de sus personajes emblemáticos caminando sobre una bandera de la diversidad, aduciendo que «hay espacio para todos bajo el arcoíris». Es entendible que Disney reconozca su relevancia en la comunidad. De hecho, el Renacimiento noventero de sus películas se debe en gran parte al icónico trabajo de Howard Ashman, un brillante compositor homosexual que falleció a causa del SIDA mientras terminaba la producción de La Bella y la Bestia. Y es difícil ignorar cómo Ashman introdujo una codificación queer en protagonistas como Ariel o Bella, que añoran su pertenencia en un espacio utópico mientras sus pares las rechazan o las tachan de locas.

El Disney contemporáneo no tiene problemas para reconocer el legado LGBTQIA en su historia, pero, como señalaron muchos internautas, el encantamiento termina donde empieza el dinero. Famosamente recortaron la escena gay de la adaptación de La Bella y la Bestia en 2017 y el beso lésbico de Rise of Skywalker para apelar a mercados más conservadores como China y Rusia.

La cancelación de Nimona, la que habría sido la primera película con temática LGBT, también saltó a la conversación. De nuevo, entiendo que el arte no tiene un compromiso con educar, pero sí esperaría que tuviera suficiente integridad y autenticidad para defender sus principios.

Disney quiere propagar una imagen de progresividad que no está dispuesta a respaldar.

De nada sirve que las marcas pinten sus logotipos con la gama arcoíris para invitar al consumo, fingiendo una actitud aliada, si no están avocando abiertamente por el reconocimiento de la comunidad diversa. Tal como los católicos navideños, Disney y demasiadas otras marcas emplean el mes de la diversidad como un evento interpretativo. Qué alegre es subirse al desfile y pintarse de colores sin reparar en la violencia e injusticia que dieron lugar a la celebración; la costumbre ya ha sido bautizada como ­rainbow-washing por la facilidad con que estas corporaciones se lavan la imagen inclusiva cuando termina el mes.  Es la historia más vieja: el dinero puede más que el amor, especialmente el amor que es amor.

Talvez no le vamos a ganar al monstruo del capitalismo heteronormado, pero sé decirles que hay demasiados artistas y creadores de la comunidad que matarían por un instante de relevancia. Quizá nuestra pequeña revolución este mes debería ser que nos levantemos a buscarlos.

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