Los abrazos que no recibí en junio


Camila Schumacher_ Casi literalHace nada —dos años, si acaso— el último fin de semana de junio solía ser distinto. Al menos en San José, por una tarde, se abría una tregua: la homolesbobitransfobia se quedaba en casa mordiéndose los nudillos, mirando entre arrobada y aterrorizada el televisor, y las calles se llenaban de colores.

Lo del arcoíris es una ilusión óptica, lo sabemos. Al final, no hay ollas de oro ni más nada que discriminación. Sin embargo, qué indispensable es que las puertas de los armarios pierdan los goznes y el amor pierda la vergüenza.

De la mano, parejas de chico-chico, chica-chica, chique-chique desfilan y se besan. Las mujeres trans vestidas con trajes típicos o ropa de comparsa bailan. Los hombres trans se vuelven visibles. Las familias homoparentales salen con sus niños en los hombros, sonrientes y orgullosos.

De vez en cuando se cuela algún político bien intencionado al que pocos le ponen poca atención; los artistas hacen show en la tarima; las plumas y las lentejuelas; las burbujas y los globos se extienden de esquina a esquina.

No es poca cosa —para nada— conseguir parecerse a quien uno o una sueña ser; mirarse orgulloso en el espejo y en los ojos de quienes están a nuestro alrededor.

Fundamental resulta dejar caer las caretas y caminar sin miedo, acuerpado por una multitud. A las marchas que se hacen en Costa Rica hace una decena de años, cada vez llega más gente y gente más joven que celebra la diversidad y le apuesta a la revolución más urgente y necesaria: la ternura, el amor y la alegría.

La pandemia puso en pausa esta celebración masiva. Como otros tantos encuentros, a este hubo que virtualizarlo, inventarse aplicaciones, marcos, transmisiones en vivo que respeten las burbujas y la distancia social.

Coincidencia —o no— es que cada tanto el cuerpo a cuerpo se vuelva amenazante; que se propague el miedo de algunos a que en los «demás» haya algo contagioso; que la conveniencia de cuidarse de los otros encuentre asidero. Que lo que suele ocurrir en la intimidad de pronto sea asunto de Estado: un peligro real.

Ahora, contrario a lo que ocurrió con el VIH a mediados de la década de 1980, el estigma nos encontró distintos. Todas las luchas, todas las muertes, todas las denuncias a los atropellos a los Derechos Humanos y una generación que había crecido en «otro mundo» donde el orgullo —aunque fuera una vez al año— se sacara a pasear, hicieron mella.

Así, en menos de un año, las vacunas aparecieron. Se tejieron algunas redes de apoyo, pero siempre insuficientes.

No suelo ser optimista y en junio me hicieron falta muchísimos abrazos, más de los que vengo extrañando durante todos los meses que llevamos casi confinados. Sin embargo, por una vez me lo voy a permitir.

Quizás de aquí a un año, en junio de 2022, no estemos todos y todas en la calle, pero tendremos más fuerza, más anticuerpos contra el COVID-19 y la injusticia; y aunque nos falte mucho camino por andar sabremos en qué dirección queda el futuro.

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