The Office: la ópera del godín


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Como una de las personas menos divertidas y más nerd de la secundaria he tardado hasta décadas en actualizarme en materia de cultura televisiva. Descubrí The Office cuando ya no vivía con mis padres y trabajaba de tiempo completo en un puesto de cuestionable trascendencia dentro de una oficina. Y ahora —teletrabajando lejos de las luces de halógeno, los escritorios incómodos, el café ralo y el zumbido del teléfono— he ganado una nueva apreciación por la sitcom.

Es extremadamente complicado escribir comedia. No me refiero al trillado y estúpido adagio sobre cómo las personas de ahora se ofenden con cualquier cosa, y el humor está reservado para quienes no tienen miedo de decir la verdad como es provocar con la sola necedad. Pero sí me refiero a las singularidades culturales que construyen el imaginario colectivo y determinan por qué algo es risible o no. Diferente del drama, la comedia es altamente sensible a los valores de la época, los cambios lingüísticos y las modas. Se escribe drama para trastocar la universalidad de la emotividad humana, pero se escribe comedia para comentar en la fugacidad de la misma: es una dicotomía que no deja de fascinarme.

Pero volvamos a The Office, una comedia originalmente británica que fue brillantemente adaptada por Martin Daniels para el público estadounidense. Era una oferta distintiva: una comedia sobre el sitio más aburrido que conocemos con actores que difícilmente veríamos en la portada de Vogue. La versión británica llevaba un tono más realista, sardónico y estático. Gran parte de la comedia se origina en la pasividad de sus argumentos; nada cambia para bien ni para mal, y eso es lo más legítimo y sincero sobre nuestras vidas de godínez.

Por otra parte, la versión estadounidense tomó el tono antiglamoroso y cínico para llevarlo más allá de la realidad. Sus argumentos evolucionan constantemente y con perdón de la licencia poética estiran la veracidad y plausibilidad de muchas situaciones, y sostengo que por eso es una versión superior.

El humor de pena ajena (o como he decidido llamar al cringe comedy) es un gusto adquirido. Muchas personas me han expresado su desagrado a este género, principalmente porque comprende premisas extensas y remates anticlimáticos y necesariamente predecibles. Este formato extrae sus principios del hubris en la tragedia griega: un personaje se hunde en las consecuencias de su propia arrogancia. Sumemos la actitud tan impersonal y materialista que inspira la cultura corporativa norteamericana y así podemos creer que hay un héroe en el asistente de la oficina o un villano criminal en el supervisor del departamento.

2020 nos empujó bruscamente hacia una obsoletización de los espacios oficinistas (y el papel, de paso) que nos permite reconsiderar por qué dependemos de esa rutina tan estricta y forzosamente íntima. Si lo pensamos escuetamente: pasamos hasta nueve horas encerrados en proximidad de docenas de semidesconocidos tomando el mismo café, compartiendo el mismo baño de dudosa higiene e inundando el microondas con distintas fragancias de putrefacción. Interactuamos con ellos por más tiempo del que le dedicamos a nuestra pareja o nuestra familia, pero los conocemos aún menos o nada. Hablamos de entregas urgentes, llamadas telefónicas importantes y reuniones que no nos esforzamos por recordar. Estamos presentes con el atuendo business-casual, la loción y las uñas acrílicas, perennemente anhelando otra parte y otras personas. Hasta lo más aburrido y mundano puede volverse bizarro si tan solo lo observamos por suficiente tiempo.

No sé cómo serán las oficinas después de este presunto apocalipsis viral, pero supongo que aún desde las pantallas pixeleadas y los micrófonos intermitentes de las computadoras podemos inundarnos de ese infaltable absurdo. Seguiremos interpretando nuestra personalidad profesional con sus gestos calculados, sus risas forzosas y sus opiniones insulsas. The Office y la oficina se tratan precisamente de eso: de las personas y los espacios solemnemente ridículos que creamos para darnos algo parecido al valor.

[Foto de portada: propiedad de NBC]

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