El primer día de noviembre representa, semioficialmente, la autorización para comenzar el inevitable bombardeo de parafernalia navideña en todos los medios existentes. Las tradiciones son, después de todo, un tercio de expectativa, un tercio de nostalgia y un resto de existencialismo. Nos dan razones para abrazar a las personas que evitamos el resto del año y pensar que tal vez la humanidad no va tan mal como dicen los periódicos. En el caso de mi país, es el momento de recordarse de cómo se ve una mesa bien servida (una mesa distinguida), cómo el pollo frito puede concedernos mágicos deseos y cómo la cerveza extrae la bondad de nuestros corazones.
Ahora bien, antes de que me señalen de fanática fundamentalista, quiero aclarar que realmente me gustan la mostaza, el pollo tapa-arterias y la bebida fermentada. Lo que me perturba acerca de vivir las fiestas en Guatemala es la manera en que las marcas comerciales han acaparado las emociones de las personas. Entiendo perfectamente la labor de la publicidad y la forma en que mayores ventas generan mayores ingresos y fuentes de trabajo, sin embargo, cuando las personas invaden una plaza para fotografiarse con edecanes, recoger productos promocionales y cantar jingles, no puedo evitar ese profundo malestar.
¿Por qué se volvieron las marcas estas protagonistas de nuestros festejos? Pudo ser una estrategia brillante, costosa, gradualmente perfeccionada para que los guatemaltecos se sintieran “encariñados” con cada producto, pero pienso que tal vez no fue una labor complicada: en este país, el único entretenimiento accesible para la mayoría de familias consiste en rondar semanalmente por los centros comerciales, ventaneando o comiendo. Las bibliotecas son prácticamente inexistentes. Los parques son inseguros y sucios. Los teatros son un lujo extraño. Los estadios son riesgos mortales comprobados. Lo que me entristece más acerca de los guatemaltecos es la manera en que el consumo se ha convertido en la única garantía de felicidad, mayor a la búsqueda de justicia o conocimiento. He conocido padres que pagaron conscientemente los dos mil quetzales por un celular para la nena, pero que palidecieron cuando se les ofreció un libro por setenta.
El año pasado, cuando la ciudad de Guatemala fue nombrada Capital Iberoamericana de la Cultura, entrevisté a los organizadores de diferentes actividades alusivas a esta distinción. Parques, murales, espectáculos y numerosos festivales recibieron a los ciudadanos sin costo de entrada. Siempre que hablaba con alguno de los representantes de colectivos artísticos y entidades oficiales les preguntaba cómo pensaban convertir las actividades de la capital en una cuestión continua y capaz de cambiar la manera en que los guatemaltecos invertían su tiempo y sus ideas. “Ojalá”, me dijeron todos. En los últimos meses, no he vuelto a escuchar a nadie hablar acerca de cómo Guatemala, por un año completo, representó a todas las ciudades hispanohablantes como un pináculo de la cultura y el arte. No quedan sino un par de monumentos posmodernos opacados por la construcción de pasos a desnivel y aquellas vallas del Oktoberfest (una tradición alemana septembrina, por cierto).
Me gusta ser optimista, y por eso quiero pensar que algunas personas se han dado cuenta de lo peligroso que es criar nuevas generaciones que solo aspiren a trabajar para consumir, a esclavizarse con deudas millonarias de la tarjeta de crédito para parecerse a las personas de los anuncios. Por otra parte, desearía ver publicidad consciente y ética que reconoce su espacio para vender y que se acerca a su audiencia con un mensaje claro, efectivo e ingenioso. Después de todo, por supuesto que debe existir comercio, pero este no debe ser el eje de una sociedad consciente y solidaria. Qué hermoso sería ver aún más apoyo de estas marcas en esfuerzos para educar a los guatemaltecos o celebrar a sus artistas locales, y no para conmoverlos con estereotipos ni representarles al talento extranjero como el único que merece la pena.
No me suscribo a la idea de que exista una “guerra contra la Navidad”, ni creo que exista más frialdad y desinterés entre la población que se desea “felices fiestas”. Con o sin afiliación religiosa, el tiempo con las personas que comparten nuestra vida es lo que fabrica nuestras mejores memorias. Esperamos, recordamos y reflexionamos en estas épocas sobre lo que nos hace felices. Y lo único que puedo agregar es que muchas de esas cosas misteriosas que nos dan sentido para vivir no tienen un código de barras. De la misma forma, las tradiciones que deberíamos llevar a nuevas generaciones deben tener historia y corazón, no una visa-cuota.
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