El sistema partidario es herencia de la Ilustración francesa y el Parlamento de Gran Bretaña. De la época de la Ilustración quedó inmortalizado el año 1789, cuando la nueva clase insurgente tomó la Bastilla la tarde del 14 de julio —escriben los historiadores—, fecha que simboliza el fin de antiguo régimen. A partir de ahí comenzaron las ideas de la Edad Moderna, construyéndose en la mente de los famosos y eternos enciclopedistas: Voltaire, Diderot, D’Alembert, Condillac, Rousseau y, por supuesto, El Baron de Montesquieu, a quien le debemos la separación de los poderes del Estado: legislativo, ejecutivo y judicial. Todos entonaban al unísono la soberanía nacional, piedra angular y fundamento de las nuevas relaciones políticas, sociales y económicas en gestación. La idea de que «toda soberanía reside en la nación» significó entonces un bálsamo, una esperanza, el maná mismo convertido en doctrina para la clase social que hasta entonces había sido relegada a un segundo plano y que Karl Marx bautizó como la clase burguesa.
En términos sencillos, el pueblo adoptó la potestad de elegir al gobernante que considere conveniente. La idea de la soberanía nacional adonde quiera que fue ganó simpatizantes, en algunos lugares se implantó en poco tiempo (Europa y Estados Unidos) pero en otros tardó siglos (Centroamérica y los países islámicos). La soberanía nacional de los ilustrados ordenaba que los miembros de la nación debían elegir a sus gobernantes, con esto, el camino estaba fijado para la aparición de los partidos políticos organizados. Una nación está compuesta por diversas capas de personas con intereses similares en confrontación con otras. De este modo, un gobernante puede ser conveniente a una capa pero inconveniente para otra. Curiosamente no fueron los franceses quienes dieron vida al partidismo político organizado, sin embargo, bajo la égida de la soberanía nacional, los británicos constituyeron su Parlamento a inicio del siglo XIX conformado por miembros de la primera diada antagónica política moderna: el partido Tory (conservador) y el partido Whigs (liberal).
Los partidos políticos se implantaron en forma de organizaciones muy sólidas mediante las cuales se ejerce la democracia representativa. Un siglo y medio después de sus aparecimientos en la esfera política, Antonio Gramsci diferenció entre sociedad civil y sociedad política, y desde entonces los noticieros se encargan de recordar esta distinción. Entrevistan a una persona miembro de la sociedad civil para saber por cuál político votará. La soberanía nacional pregonada por los enciclopedistas ha sido tan, pero tan recortada, que en nuestro siglo se refiere únicamente al acto de marcar una X sobre un rostro o una bandera determinada. Ni reminiscencia de aquella idea de soberanía nacional que destruyó un régimen milenario.
Para las elecciones municipales de 2018 en El Salvador se ha visto un caso particular y que viene a bien para demostrar cuán arraigada está la distinción entre civiles y políticos. El TSE salvadoreño ha considerado iniciar un proceso de integración ciudadana para las juntas receptoras de votos, eligiendo a personas no afiliadas a ningún partido con el fin de evitar el fraude y quienes resulten seleccionados para conformar estas juntas receptoras deberán presentarse obligatoriamente, o de lo contrario, se les multará.
Como era predecible, una ola de protestas se ha desatado a causa de estas medidas dado que los miembros de la sociedad civil se consideran ajenos a tales responsabilidades. Otra ola de memes se ha levantando diciendo que los seleccionados son más salados que la misma sal. Burlas y risas para los seleccionados y más memes y burlas para los políticos. Qué ha sido de la soberanía nacional defendida en las postrimerías del siglo XVIII es una pregunta más moral que política, pero que retuerce el orgullo del sociólogo, politólogo, filosofo y de todo intelectual comprometido. Si reviviera Aristóteles ¿nos diría, otra vez, que somos un zoon politikón?
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