Pantalones mojados


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalEn la pantalla veo al que hoy es líder político, pero ayer era el profe que acosaba verbalmente a niños de escuela secundaria. Mientras el nuevo líder jura amor a la bandera, al rosario y a los otros símbolos sagrados que hay que honrar antes de tomar cargos públicos en el trópico, yo revivo todo el dolor, vergüenza y confusión que él causó entre tantos de mis compañeros. Rápidamente, millares de instantes de humillación se potencian en uno solo: el profe, a pulmón encendido, le pide a un niño de doce años que se baje los pantalones enfrente de sus compañeros «pa ve’ si de verda’ eres un varón, coño».

Y no era cualquier niño. Sus ojos iluminaban el salón de clases como dos estrellas celestes. Su piel pálida, cabello de paja seca y ríos de lágrimas, acompañaron gran parte de mi infancia y adolescencia en aquel colegio de jesuitas. Él, allá, solo en una esquina del salón a pesar de pertenecer por estirpe al grupo eterno de los dueños del poder económico. Yo, acá, solo en otra esquina por ser parte de la lista corta de estudiantes de barrios pobres que los castos hermanos de San Francisco Javier admitían para demostrar su compromiso social. En contraste al caparazón de piedra que yo había tenido que construir para ocultar mi homosexualidad, ese niño aún tenía piel de cristal. Por privilegio o naturaleza, la más ligera presión, el más común contratiempo, detonaba en él una bomba de lágrimas acompañada de mocos, saliva y mucha vulnerabilidad. Para su desdicha, las dictaduras ochenteras no solo tomaban forma de quepis y narcotráfico, sino también se colaban en el espíritu de algunos profesores que, por privilegio o naturaleza, abusaban de su poder.

La memoria no me revela cómo comienzan los pantalones debajo de las rodillas. Tuvo que haber sido el tradicional ciclo que arranca con el profe laico en una escuela católica escribiendo con tiza un problema en el tablero, seguido por la pregunta necia de quién quiere resolverlo, culminando con el profe escogiendo al que sabe que no tiene idea de cuánto es cuatro por cuatro.

Y allí regresa clara la memoria. El niño de doce años está parado enfrente del tablero verde y no sabe la respuesta. Mis compañeros se mofan. El niño comienza a llorar. No puede dejar de llorar. Yo, acá, cómplice con mi silencio, perdido en mi caparazón, que ya pasé por eso. El profe, allá, describe en detalle cuán débil es el ojiceleste, cuán femenina su incapacidad de controlar sus emociones. Mis compañeros se ríen, yo en silencio, el profe remata con un «Eres un mariquita» y mis compañeros alimentan la herida a coro: «eres un mariquita».

El llanto se convierte en pantalones mojados. Las risas inundan el salón, el profe sabe que tiene al público de su lado y apunta a matar al niño congelado: «bájate los pantalones, pa’ ve’ si de verda’ eres un varón, coño».

Termina la juramentación del nuevo líder político. Sin pestañear, emite su promesa de «cero corrupción», el público aplaude embobado y yo me pregunto qué camino siguió el profe para poder prometer lo imposible y que la gente se lo crea. Otra promesa: «protegeré a la familia tradicional porque este país cree en Adán y Eva no en Adán y Esteban», y los aplausos se convierten en ovaciones, en esperanza de continuidad. El político sabe que tiene al pueblo de su lado y remata: «nosotros no aceptamos la ideología de género. No permitiremos que organizaciones internacionales atenten contra nuestra soberanía. Con nuestros hijos nadie se mete, coño», y en ese instante descubro que el poder se construye con un pantalón mojado a la vez, congelando al otro para que no haga, para que no sea, para que embobado escuche juramentos a pedazos de tela que terminan en ovaciones para el opresor.

[Foto de portada: Mario Ramos]

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