«Se llama Estado al más frío de los monstruos fríos».
Puede que esta sentencia no sea precisamente una revelación, sobre todo si echamos un vistazo a nuestro alrededor y a nuestra(s) Historia(s). [¿Nuestra(s)? ¿Hay algo que de verdad podamos llamar nuestro?]. Si siente que peligra su existencia, el Estado se vale de herramientas como espionaje, coerción, manipulación. El más frío de los monstruos fríos. Ninguna revelación.
Quien lo dice, sin embargo, se sabe (y se reclama) miembro de ese clan de videntes que, a falta de mejor nombre, llamamos poetas. Nacido en 1986 en Ciudad de México, Manuel de J. Jiménez es, además de literato, abogado de formación y ejerce la docencia. En El final del Estado (México DF: Proyecto Literal, 2013) da, en efecto, testimonio de lo que cabe interpretar como arrebatos místicos.
«El Estado es algo que creemos ver y que muerde con nuestras propias bocas».
Las dos frases aquí citadas las dice Jiménez a través de «un profeta llamado Zaratustra», en un pasaje de su visión que corresponde a una suerte de cosmo/teogonía titulada «La titánica prosopopeya». La mayor parte de esta sección está escrita en prosa y conforma el núcleo del libro, es en ella donde asistimos a la disolución del Estado (ese «ídolo falso», «dios artificial») y al nacimiento de un «Nuevo Mundo iluminado por un Sol Verde».
«Los hombres y mujeres que quedan», en esta profecía, proclamarán «las minúsculas sociedades» tras el final del Estado. «Resistirán el dios artificial y sus vigilantes», revela, «pero ya no vencerán a la Sinfonía». Y aunque luego «[e]l monstruo helado se recuperará» tras ser «engañados los habitantes de la tierra», el poeta asegura que «serán castigados quienes forman al dios artificial».
¿Ingenuidad? ¿Triunfalismo? Jiménez sabe que el fin del mundo está cerca. O el fin de los tiempos. O al menos de esta era. Una noción que puede leerse por todas partes en nuestro entorno y que podría enlazar con aquella tesis mil veces refutada del fin de la Historia que, tras la caída del bloque comunista, empezó a enarbolarse en la década de 1990 en el bando de los vencedores.
Son estos los que ahora parecen quererlo en verdad todo. «Usted exagera, señor columnista», podrán decirme, pero las evidencias están ahí. Las olas privatizadoras han entrado a nuestras casas hasta alcanzar niveles absurdos: electricidad, transporte, telecomunicaciones, agua, salud, seguridad. Pronto soñar tendrá un precio, cuando las ondas que puedan controlar el acto sean descubiertas.
«El aire es el único salvoconducto natural y posible».
El final del Estado forma parte de un proyecto mayor titulado «Iuspoética» y que, a juzgar por la edad de su autor, se aventura que está en pleno proceso de desarrollo. Este libro, cuarto en la bibliografía de Jiménez (el primero data de 2009), lo emparenta con ese grupo de poetas aludido en el prólogo de aquella Poesía ante la incertidumbre aparecida simultáneamente en 2011 en varios países de habla hispana.
Encabezando, a modo de manifiesto, una muestra de la poesía de ocho autores nacidos entre 1973 y 1982 en Argentina, Colombia, El Salvador, España, México y Nicaragua, el texto referido, «En defensa de la poesía», planteaba un pleito contra un adversario sin nombre al que Ana Wajszczuk, Andrea Cote, Jorge Galán, Raquel Lanseros, Daniel Rodríguez Moya, Fernando Valverde, Alí Calderón y Francisco Ruiz Udiel atribuían alguna responsabilidad en cierta «ruina de la poesía».
Jiménez sería uno de esos «nuevos poetas en español [que] se han adscrito a una tendencia tan experimental como oscura», acercándose a poetas (mayores) «cuyos proyectos literarios fracasaron de manera estrepitosa precisamente por abrazar el barroquismo gratuito y la frivolidad de la moda literaria». Sí, este sería para el caso Enrique Verástegui (Lima, 1950), quien escribe unas líneas como pórtico para El final del Estado.
Y sí: hay hermetismo en el libro de Jiménez. Es una poesía iniciática, oscura, encriptada; con algunos momentos de pleno lirismo y aire semántico, pero cargada siempre de mucho simbolismo, igual que varios libros de la Biblia. La misma incertidumbre que hacía reaccionar a Calderón, Cote, Galán y compañía («signo de nuestro tiempo», decían; ¿modernidad líquida, quizá?) puede, sin embargo, olerse en El final del Estado.
En «el mundo sin Estado», al final del libro, Jiménez deja dos hojas con sendos dibujos. En la primera se ve un triángulo equilátero en cuyo centro hay un ojo abierto, inscrito en un cuadrilátero y atravesado todo por dos líneas perpendiculares que se encuentran en la pupila. [Triángulo que me recuerda el escudo de la bandera de mi país natal]. El otro es la representación de una molécula compleja (seguramente orgánica).
El fin de la palabra. Retorno a lo natural.
«Puras fantasías de poeta loco», dirán. Talvez. Sin embargo, antes de que podamos (o no) verificar las visiones de Jiménez, quedémonos con este fragmento de las «Palabras del último burócrata»:
Los reyes
los ministros
los poderosos
temían desde
sus cavernas
Imaginemos su temor.
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