Mi cerebro perezoso sugiere que solo fue ayer cuando José Isabel Blandón, como alcalde de la ciudad de Panamá, compartió tarima con divas del transformismo local, activistas LGBTIQ y representantes de organizaciones pro derechos humanos. Quizá por esa misma pereza no recuerdo ni una sola palabra que salió de la boca del que en su momento luchó contra el General Manuel Antonio Noriega, sin importar que esto pudiese afectar el estatus político de su propio padre. Mi cerebro lo recuerda abanicando esperanza con sus manos a los miles de lesbianas, gays, bisexuales, transgéneros e intersexuales que se amontonaron alrededor de esa tarima abierta a presenciar al primer político en el poder que se atrevió a reconocer la aparentemente descabellada idea de que la diversidad sexual no roba humanidad.
Mis años de lobotomía producto de películas gringas y melodrama a lo Lupita Ferrer hacen que recuerde esos instantes como dos tomas de cámaras paralelas donde en una me veo aglutinado en una masa que finalmente puede oler la violenta promesa de la libertad, y en la otra, se muestra mi cara mustia en extremo close-up con gotitas saladas mojando mejillas. En su discurso en off me remonto ―y al mismo tiempo expulso de mi cuerpo― décadas escuchando a Rubén Blades rogando en salsa que su hijo no naciera maricón, a mi padre inscribiéndome con amor y fe en clases de judo para matar lo inevitable, a los compañeritos de la escuela mirándome con una mezcla de asco y angustia antes de gritarme «cuecón».
Pero eso no fue ayer. Eso fue cuando Blandón solo era alcalde y aún no había anunciado públicamente sus intenciones de querer convertirse en el Excelentísimo Señor Presidente de la República de Panamá. Lo que sí escuché ayer fue al candidato decir en el noticiero mañanero que él cree que a los LGBTIQ se les debe reconocer «ciertos» derechos pero que Panamá no está preparada para el matrimonio igualitario. Con letargo de doble discurso Orwelliano, Blandón aclara que «ese tema no está en mi agenda», sabiendo que el silencio es la política más perniciosa de todas.
Sin pestañear, mi homofobia interna ―esa que fue alimentada por décadas de escuela manejada por jesuitas célibes, rezos diarios a la virgen María y llantos de heroínas achicopaladas de telenovelas― aumenta la tortura: «entiéndelo», me grita mi cerebro carbonizado, «Blandón sabe de encuestas y los votantes apuestan a la homofobia». «Entiéndelo», me repite mi Lupita Ferrer interna, «lo mismo hizo Obama, lo mismo hizo Hillary, porque ellos son triunfadores (no como tú) y comprenden que hay temas más importantes que los derechos humanos». «Entiéndelo», me repiten las múltiples voces del llanto, «se gana la batalla en el destino final, no en el punto de partida». «Entiéndelo», me digo en voz alta, «es imposible aspirar al poder y al mismo tiempo explicar que la diversidad sexual no es pecado. Blandón primero tiene que llegar al poder para luego convertirse en líder». «Entiéndelo», sigo bajando en mi tobogán a velocidad en llamas, hasta que escucho la notificación del chat que me anuncia que mi madre me ha enviado un mensaje, lo más seguro para decir «Hola, cómo está mi nieto, hoy comienzo nueva dieta», pero no. El chat de mi madre es vulnerario: «¿Lo escuchaste? Qué decepción Blandón. Ya no voy a votar por él».
Ciertas cosas son así de simples. Y mi corazón vuelve a martillar esperanza, a expulsar a los jesuitas, a las Lupitas, a las marías. La estrella podrida de la homofobia interna ya no me ilumina. Yo ya sé a lo que huele la libertad y me encargaré de que las blandas palabras de un candidato al poder hagan explotar la exuberancia de querer tocar la libertad con mi boca.
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