Si hay un autor que me confirmó el amor que le profeso a la literatura, en definitiva es Julio Cortázar. Recuerdo que como lector siempre fui buscador, muchas veces, con un velo que me tapara los ojos, de autores que me dispararan la adrenalina, que no hicieran llorar, reír, sino que me enviaran a tener insomnio o una catatonia fulminante. Poco a poco, como un adolescente que busca la novia perfecta, yo revisé librera por librera ̶ en casa, mi abuelo había dejado una fabulosa colección de varios miles de títulos ̶ para encontrar a ese escritor que volara los sesos hacia un mundo paralelo, inexistente, que fuera totalmente alejado de la absurda realidad, cotidiana y vulgar.
De esa forma fui descubriendo maestros y maestras que me propinaron varios golpes que me enviaron a la lona, de una forma maravillosa. Entre ellos, puedo mencionar a Julio Cortázar. Recuerdo que el primer libro que me alucinó fue Bestiario (1951), que contenía cuentos verdaderamente geniales. «Carta a una señorita en París», por ejemplo, es un cuento que me mandó a buscar conejos en los elevadores, en las macetas, en los lugares menos pensados. Quise atraparlos en los sueños y más adelante, conversar con ellos después de fumar un par de porros clandestinos.
Por supuesto, «Casa tomada», la expulsión que muchos hemos sufrido, incluso de nuestras propias casas. Podría citar autoreferencias y contar que he vivido en más de 21 casas, por ejemplo. Ese relato por sus silencios, por sus ganas de dibujar esa casa, que más parece un útero materno, y los protagonistas, dos gemelos que van salir a la vida, tras lanzar la llave a la alcantarilla y cortar el cordón umbilical, quise decir, el tejido de la hermana.
El cuento «Las puertas del cielo» me hizo enviudar tras enterarme de la muerte de Celina. Un magnífico relato, que como la gran mayoría, te seduce, pues eso ha sido Julio, un seductor de la palabra, un arquitecto que construye relatos-puentes que no se destruyen ni con los terremotos más violentos. Cortázar seduce, pero también captura. Seguramente en alguno de mis cuentos quise causar un efecto cortazariano, pues su presencia es avasalladora. «Cefalea» me llevó a esconderme entre las sábanas mientras las mancuspias buscaban entrar y luego salir de mi cerebro. Como cada relato, es una historia en la que el horror y la emoción de descifrar o no, alienta la producción de la dopamina y el shock consolador.
El pasado martes se cumplieron 35 años de su desaparición física. Terminó su crecimiento, su acromegalia se detuvo en esta cotidianidad vulgar, pero su obra en general no se detuvo, sigue y sigue creciendo y, de acuerdo al imparable tiempo, cada vez se afianza, coloniza y toca nuestras mentes, cerebros, corazones; diría que restaura cada uno de nuestros fatigados órganos.
(Continuaré con los otros relatos de este maravilloso libro).
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¿Quién es Francisco Alejandro Méndez?