Sin duda nuestra noción de héroe ha cambiado. Cada generación trae consigo la suya y se ve reflejada en el cómo se abarcan determinados temas.
Estamos en una época donde los discursos caen fácilmente en la demagogia. Una desconfianza que ha crecido a fuerza de ver que las palabras no necesariamente concluyen en un compromiso de cambio y de ruptura, y más bien, se evaporan en aplazamientos y en cambios cosméticos para el atraso y la disfuncionalidad.
Todas las rutas del heroísmo parecen cerrarse frente al derrotismo y la desconfianza que ahora nos convierte en cínicos.
Al pasearnos por los corredores de los museos de historia —tanto de Guatemala como de Centroamérica— encontramos esos rostros encerados de sus fundadores: los próceres que inventaron lo centroamericano, los presidentes que provocaron las repúblicas y las revoluciones que dieron un giro a la economía y a la manera de hacer política. Nombres de parques y de estatuas. Plazas y edificios. Hoy en día todo eso parece cuestionable.
La visión de esa historia es muy distinta entre los más jóvenes; distinta de aquella que aprendimos los que nos educamos durante el período de la guerra, cuando la sombra del control de un Estado totalitario estaba sobre lo que se enseñaba en las aulas. Ese «pasado» que era una manera de justificar un presente congelado en la mediocridad y el conformismo.
Es curioso que la revisión crítica de ese pasado no sea una prioridad para los gobiernos de la región. Con grandes esfuerzos se promueve la investigación y difusión de la historia fuera de lo establecido como «la versión oficial» —que no es necesariamente la de los vencedores ni la de los vencidos—. En Guatemala no existe una manera de entender el heroísmo visto desde lo indígena. Poco, realmente muy poco se ha escrito de esa otra experiencia y de esa otra resistencia.
Para construir un futuro es necesario descifrar el pasado, cribarlo de las mentiras que han erigido símbolos deleznables de identidad, todos esos espejos deformantes de nuestras identidades fallidas.
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