Guatemala es un país sencillamente complicado. En medio de la alerta de COVID-19, una conocida cervecería anunció la donación de un millón de dólares en equipo médico. Las decenas de camas hospitalarias y respiradores fueron convenientemente fotografiadas con una valla de la flamante y refrescante bebida. Afuera del hospital improvisado, un enorme letrero de luz invitaba a consumir nuestra cerveza. Inmediatamente las redes sociales se inundaron de mensajes celebratorios y promesas de borracheras post-cuarentena.
Más de una persona se atrevió a señalar la siniestra lógica de propagandear un acto de caridad, especialmente uno deducible de impuestos. Estas personas recibieron una avalancha de insultos y reclamos pero pueden resumirse de la siguiente manera: «Antes de criticar debes donar un millón de dólares de tu bolsillo», «Debemos agradecer que las empresas ayuden», y —mi favorito—: «Más vale que rechaces asistencia médica si odias el capitalismo».
Tengo que darle crédito a la cervecería: muchas empresas gastan tiempo y recursos para posicionarse con el factor humano que invitará a miles de desconocidos a defenderlos de la más mínima ofensa. El marketing emocional es una tendencia tan prevalente que ya se convirtió en cliché.
Volvamos un segundo a las parpadeantes páginas de The Medium Is the Massage, citando a A. N. Whitehead: «Los mayores avances de la civilización son procesos que arruinan a las sociedades en que emergen». En 1967, McLuhan escribió que nuestro entendimiento del cambio cultural y social requiere nuestro conocimiento de los medios como ambientes; y en 2020 tenemos redes sociales que solo pueden describirse como ambientes incorpóreos.
Pienso en la forma como podemos crear comunidades y discusiones de nicho, cómo y cuándo filtramos nuestra imagen y cuánto nos preocupa nuestra expresión individual: es casi tan forzoso como vivir en el mundo real. Supongo que demasiadas personas ya no saben distinguir la realidad de un filtro «Valencia».
Quiero aclarar lo siguiente: la caridad no existe en el capitalismo como lo conocemos. Cada gesto trae su generosa deducción tributaria y los abrazos apologéticos entre gerentes y pacientes pordioseros no trascienden más allá de una fotografía. Algunas se consuelan recordándonos que «lo importante es que ayudaron», pero se olvidan de la desigualdad que necesariamente deben crear las empresas que hacen a los millonarios.
Me pregunto si esas personas que arremeten con emojis y hashtags se golpearían el pecho al ver los salarios de un empleado de planta.
Mi punto es este: no es justo ni inteligente que depositemos una fe ciega y devota en las marcas. No son personas, sino equipos técnicos llenos de encuestas, plantillas de diseño y correos de briefing. No hay sentimientos reales en ellas, sino una calculada respuesta a un fenómeno emocional diluido de la experiencia humana que algún día fue. Si vamos a hacer el capitalismo bien, nuestra responsabilidad debería empezar en las razones por las que elegimos o necesitamos comprar, y aceptar que no hay heroísmo en la compraventa, sino una simple transacción de deseos, necesidades y recursos.
Y no nos engañemos: el juego de héroes no funciona si todos somos los buenos.
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