El pasado domingo de pandemia estaba calentando en el sartén unos frijoles molidos de paquete para comerlos con tortillas, queso y tomate (los almuerzos de los domingos se han vuelto una de las tareas más complicadas de la semana). De repente, sin previo aviso ni indicio alguno que me hiciera sospechar lo que se avecinaba, se quebró en dos la cuchara con la que los revolvía. La invencible, la omnipresente, la todopoderosa cuchara de mi abuela. Herencia poderosa.
Hace poco, por puro tedio del encierro, había tenido la curiosidad de leer la inscripción que tenía en el mango. Descubrí entonces que era «Made in West Germany», lo que quiere decir que es una cuchara más o menos de mi edad, probablemente más vieja. De aquella época en que no había caído el muro de Berlín y todavía muchos jóvenes contemporáneos de mi mamá y mi papá luchaban con fervor creyendo que el capitalismo era vencible. De repente, sí lo era. Cómo llegó a la cocina de mi casa la cuchara proveniente del lado capitalista de la historia, ni idea.
Cuando tenía dieciséis años y se murió mi abuela me tocó aprender, entre muchísimas otras cosas de la vida, a cocinar mi propia comida. Desde entonces una varita mágica me acompañó: la cuchara roja. Invencible, poderosa, a prueba de cualquier descuido y desliz culinario, típicos en mi haber cotidiano.
Gran parte de lo que soy tiene que ver con el hecho de haber crecido en una casa vieja, llena de objetos raros, exóticos, míticos, místicos, mágicos y con historia. La cuchara es uno de ellos. Algunas de esas cosas las he cargado en mis constantes mudanzas. Por ejemplo, un pañuelo de seda que también hace poco descubrí que es de una tienda gringa que desapareció en 1940 o una cajita donde guardo mis aretes hecha en Japón durante la Segunda Guerra Mundial.
Esto de la cuchara no sucedió en un momento cualquiera. De hecho, pasó cuando ya había empezado a escribir este texto. Desde hace días estoy tratando de vencer el caos de la pandemia ordenando un poco mi vida, incluyendo mis cosas: las heredadas y las encontradas. Las compradas, las regaladas. Las creadas por mí, las perdidas por alguien.
Ese proceso ha implicado que me dé la oportunidad de aceptar que hay cosas que para mí eran importantes que ya no quiero tener. Que ya no me pertenecen. Que ya no me significan. Que cargarlas constantemente me hace tener heridas que ya no quiero tener abiertas. Que mi historia no está ahí.
Algo así, supongo, ha de sentir la gente que derriba estatuas en las ciudades: que las heridas son hondas, pero no imposibles de cerrar.
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