La vida no es exactamente justa, sino bastante dicotómica. No hace mucho escribí sobre el enorme malentendido entre inclusión y corrección política, pero mientras procrastinaba en Twitter investigaba ese artículo encontré múltiples alusiones a la supuesta generación de cristal. Dependiendo de la edad del opinante, puede tratarse de los millennials o los Gen-Z, pero el concepto es el mismo: una juventud excesivamente sensible, inmadura e ignorante.
Sé que no tiene nada que ver con el origen de la frase, pero generación de cristal me evoca aquella famosa obra de Tennessee Williams. Recuerdo una Laura Wingfield joven y desorientada, tratando de encontrarse entre la presión conservadora de su madre y el desdén pre-revolucionario de su hermano. Laura cuida el epónimo zoológico de cristal, una imagen del mundo puro y perfecto donde ella sueña que pertenece. Hacia el desenlace, ella se ha manchado con el conocimiento de la naturaleza humana (cínica como Tom, oportunista como Jim y vana como Amanda) y le es imposible desconocer su soledad. Tennessee Williams, astutamente, concluye la obra cuando la audiencia, como Laura, no sabe a qué emoción aferrarse para continuar.
Casi de forma paradójica, dicen que la generación de cristal no puede tolerar la levedad de las bromas ni la dureza de la vida. Los llaman ridículos porque buscan la igualdad y justicia entre sexos, orientaciones, capacidades, etnicidades e incluso especies. ¿Creen que pueden cambiar la sociedad con sus hashtags y conceptos de moda como la gordofobia o el veganismo? La generación de cristal necesita que los tomemos de la manita para explicarles todas esas obligaciones de la vida adulta y cuando lo hacemos deciden que las cosas que hemos cumplido desde siempre deben cambiar.
Sinceramente no veo el menor problema con ninguna de estas ideas. No se trata de ningún problema social: se llama juventud y no solo es normal, sino necesaria.
Alguna vez fui una chica como Laura, encantada con la pureza del mundo como me lo contaban las películas de Disney y las historias de mis abuelitas. La realidad poco a poco se coló en los noticieros, los dramas familiares y esos rumores crueles que inventan las niñas de trece años. Ya de adolescente me sentía capaz y responsable de cambiar el mundo y tuve docenas de pleitos morales, religiosos, sociales, semiológicos y hasta «artísticos» para asegurar mis convicciones. Por supuesto que tenía con quien pelear: la misión de la juventud es rebelarse, y no me faltaron mocosos universitarios para debatir desde el Genocidio Ixil hasta la calidad musical de Belinda.
Imagino que crecer es abandonar gradualmente esos pleitos y cambiarlos por otros más personales. Habrá quien diga que eso es madurar, que ahora puedo entender todos los puntos a mejorar desde mí misma, pero la verdad es que solo he transformado esa inquietud en una ansiedad medicable. Supongo que me he acostumbrado a mi porción de injusticia porque tengo el privilegio de entenderla. Por eso me conformo con seguir aprendiendo y tropezando a gusto.
Sonrío cuando pienso en ese proyecto de seminario donde escribí que yo elevaría el alfabetismo de Guatemala y abriría una editorial artística.
Habría sido útil que alguien me explicara cómo funcionan el dinero y la educación pública para que expeditara mi decisión a una carrera funcional y lucrativa, pero sé que tampoco le habría creído. La generación de cristal, como yo —y como Laura y como todos— eventualmente se romperá. Cubrirán sus tatuajes con camisas abotonadas y cambiarán las bicicletas ecológicas por minivans. Empezarán a usar apellidos de casada y zapatos con soporte de arco. Odiarán a sus jefes y amarán a sus padres. Buscarán psicólogos, psiquiatras o amantes. Invariablemente verán con ternura, tristeza o sorna a los chiquillos que expresen los discursos abolicionistas para las desigualdades que nosotros estamos inventando ahora. Y me imagino que para entonces ya habrán inventado un material más frágil para usarlo en su apodo.
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