Existe en Essex, Inglaterra, una estatua de Byrhtnoth, héroe anglosajón de finales del siglo X. Al ver el tamaño y la magnanimidad del monumento cualquiera pensaría que se trata de un gran conquistador o del expulsor de una fuerza invasora. Resulta que en realidad fue al revés: en la batalla de Maldon, Byrhtnoth enfrentó a un ejército vikingo de entre 2 mil y 4 mil hombres al mando de una fuerza de tamaño desconocido pero ínfimo. Todos murieron y los anglosajones terminaron pagando un tributo de paz a sus enemigos.
Aparte de la estatua, existen numerosos tributos a Byrhtnoth y sus soldados. ¿Por qué celebrar la derrota? J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis parecen encontrar en ella las virtudes del coraje y el sacrificio; ese momento heroico cuando nuestra desventaja significa que todo está perdido, pero de igual manera luchamos hasta el final. La iglesia de St. Mary’s en Maldon tiene una ventana memorial presentando la oración que Byrhtnoth hizo antes de morir, añadiendo la fe (en algo más grande e importante que su vida) a la lista de virtudes del héroe.
Más conocida aún es la historia de los 300 espartanos que lucharon contra decenas de miles de persas en Termópilas. Cientos de estatuas, memoriales, adagios, monedas, poemas, canciones, series de televisión, películas y hasta videojuegos han rendido tributo a Leónidas y su ejército dentro y fuera de Grecia, pues esta batalla se ha convertido en un ícono de la cultura occidental. Al igual que con Maldon, lo que nos impresiona es la perseverancia ante las nulas posibilidades de victoria, la voluntad de enfrentar cara a cara a un enemigo más fuerte con tal de defender algo importante.
Finalmente, llegamos a una batalla mítica pero no por eso menos importante para nuestra memoria colectiva. La Guerra de Troya termina con un caballo y una victoria griega que borró a la ciudad amurallada del mapa. Es verdad que conocemos a los vencedores Áyax y Aquiles ya que Homero les garantizó a sus compatriotas un lugar en la eternidad. Lo verdaderamente curioso es que en la actualidad casi nadie bautiza a sus hijos con esos nombres. Es Héctor, el príncipe dos veces derrotado, cuya nobleza conmovió a Dante, a Virgilio, a Shakespeare y al mundo entero.
Pienso que lo que los griegos, ingleses y romanos intuyeron sobre la derrota es que no es sinónimo de fracaso. La vida es incontrolable, y muchas veces nos encontrará débiles, superados en número de diez a uno. En estos momentos se abre una dimensión espiritual, casi trascendente, en la cual el honor y el heroísmo se hacen posibles aún en la derrota. Es una dimensión que nos hace entender aquel enigmático versículo de San Pablo en su segunda carta a los corintios: «Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte». Solo hay una regla, nos dicen los antiguos: está prohibido rendirse.
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