Todo comenzó con mi obsesión por la forma de las manos. Lo primero que dibujé cuando fui estudiante de arte fue una mano informe. Pese a que el resultado ponía en evidencia lo mucho que necesitaba practicar, guardé ese dibujo por años como un amuleto. Y es que cuando pienso en milagros pienso en manos. No, mi afán nada tiene que ver con la quiromancia o con alguna filiación religiosa en particular. Mi apreciación es estrictamente contemplativa o sentimental. De usted depende.
Recuerdo las manos de mi padre, su textura áspera, callosa y su color moreno tostado; manos de jardinero. Sus caricias rasposas lo eran todo para mí. Cuando sus manos se enfriaron y soltaron las mías, una parte de mí (quizá la mejor) se fue amarrada a ellas. De la misma forma, las manos de mi madre conservan el calor de su ternura rígida. Me gusta estrechar su mano delgada y ver cómo las mías se parecen cada día más a las suyas. Al fin tenemos algo en común.
Pocas veces advertimos aquellos detalles pequeños que protagonizan el millar de manos que pasan por las nuestras con el correr de nuestras vidas. Somos resistentes a apreciar las simplezas cotidianas, como el estrechar una mano, porque estamos muy ocupados en desocuparnos para volvernos a ocupar. Porque al caminar de la mano con alguien somos otros, estamos llenos desde nuestras manos.
El pasado 14 de febrero, mientras regresaba a mi casa en una unidad del transporte público, un niño de dos años jugó con mi mano derecha. Sentí sobre mi piel sus dedos diminutos, tibios y débiles. Yo estaba maravillada. La magia se rompió cuando sonaron los disparos. El bus disminuyó la velocidad para que todos pudiéramos ver al muerto. Unas cuadras a lo lejos, una mano había empuñado una pistola contra alguien, nunca supe contra quién. Después de apretarme por unos segundos, el niño asustado me soltó para aferrarse al pecho de su madre. Ella le daba palmadas en la espalda para calmar su llanto. Lo logró. Atrás de mí había una pareja que miraba por la ventana comentando el hecho; estaban tomados de la mano, el uno anclado a la otra: se sentían a salvo. Yo solo podía pensar en el poder de las manos de la madre y de los enamorados.
Llegué a mi casa y me senté en el suelo. Acaricié a mi mascota y sentí su ronroneo: tenía las manos llenas. Distinguí en la librera una versión económica de El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín. En la portada pude ver El desayuno de los remeros del pintor impresionista francés Auguste Renoir y pensé de nuevo en el poder de las manos. Renoir sufrió de artritis degenerativa severa: a los 55 años era incapaz de tomar un pincel, así que los ataba a sus dedos nudosos para arrastrarlos contra el lienzo. Pensé también en cómo las manos son los ojos de los no videntes. Y así seguí, sin llegar a una idea concreta. Mis ideas desordenadas terminaron en este artículo, escrito en el día de San Valentín y su barniz floreado y azucarado, superado a fuerza de paciencia.
En su poema «Las manos», el poeta español Miguel Hernández dijo: «La mano es la herramienta del alma, su mensaje, y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente…». Combatamos. Usemos las manos para sentir más y desechar menos. No perdamos la hermosa necesidad de llenarnos de otras manos.
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