Tener opiniones no te convierte en crítico


Ingrid Ortez_ Casi literalEl conferencista comienza a dar su disertación sobre el autor del cuadro expuesto añadiendo toda una historia de dolor y sufrimiento y con lujo de detalles. El autor de la obra había desaparecido. El crítico conectó cada pincelada a una experiencia tan creíble que los que escuchaban se estremecieron —yo me lo creí completo— y fue tal el impacto que comenzaron a pedir una copia de la obra. Seguido de eso, el conferencista les dijo que la pintura la hizo él y que la historia era falsa. Con esto queda explicado el gran poder que tienen las palabras de un crítico de arte.

Esta es la escena de inicio en la película The Burnt Orange Heresy (2019) traducida como «La obra maestra», del director Giuseppe Capotondi, con la actuación del gran Donald Sutherland y la aparición de Mick Jagger.

El recuerdo de esta escena junto a algunas de las críticas que recientemente leí sobre la última película del director Adam McKay, Don’t Look up, que además incluye un reparto de primera, llamaron mi atención sobre el poder que tienen las palabras de un crítico.

No hablo ahora de la película de McKay, pues eso será para un siguiente artículo. Quisiera centrarme más bien en la labor del crítico; esa facilidad que en la actualidad tienen algunos para hacer crítica de arte basados en simples gustos, sin fundamentos estéticos ni elementos que puedan determinar una obra de arte; y con esa absurda costumbre de encasillar en números para determinar la calidad, usando estrellitas para obras de géneros distintos.

El arte en cualquier manifestación se ha ido transformando a través del tiempo. Ha evolucionado junto con la humanidad y se ha adaptado al pensamiento de cada época. De ahí que muchas actividades que hace algunos años no eran consideradas «arte» en la actualidad formen parte de ese grupo que con la masificación han pasado a ser solo un producto más.

Es innegable que la industria cultural nos manipula constantemente a asimilar órdenes, gustos o preferencias de forma inconsciente, y la crítica también ha tenido que ver en esto. Con la tecnología y el exceso de información que cambia en segundos una imagen va valiendo menos cada vez; así entramos a lo banal y lo frívolo, donde cualquier cosa puede ser elevada a la categoría de «arte» o simplemente pasar ignorada ante nuestros ojos; un mundo donde cualquier crítica en beneficio al mejor postor puede destrozar o reivindicar una obra.

Hubo épocas en que la crítica tuvo un peso mayor que el de solo informar y era ejercida por grandes intelectuales y conocedores de arte. Desde Plinio o Giorgio Vasari, hasta Roger Fry, Clive Bell, Walter Pater, John Ruskin y Herbert Read, autores que fueron de lo más destacado en la crítica del siglo XIX.

En la actualidad cualquiera puede volverse crítico, pues al igual que el arte hemos vuelto todo esto un producto fácil de embazar y desechar. La crítica debería ser más que una presentación de la obra de arte sometida a preferencias personales; una disertación que amplíe los conocimientos del lector, no las preferencias del mercado. Y si hay defectos o carencias estos deberían permitir la mejora. Por ejemplo, no podemos juzgar una película basada en una novela como si fuera el mismo género; desde el punto de vista de la estética hablamos de elementos, recursos y formas muy diferentes que miden la calidad de la obra.

La mayoría de las críticas a las películas las han reducido a gustos y marketing. El lector se lo cree porque son palabras de un supuesto «crítico», una labor que se ha demeritado con el paso del tiempo al igual que nuestras preferencias, dejadas al control del mercado sin analizar ni enriquecer.

Es un camino parecido a la comida rápida. La crítica actual solo permite que perdamos la oportunidad de descubrir buenas obras de arte y nuestras preferencias sigan siendo manipuladas por el sistema.

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