Nos da pereza o nos da miedo ejercer una ciudadanía activa. Levantarnos cada día y ver de frente, a los ojos y sin parpadeos, al poder que se lo traga todo. Impugnar a quien toma las decisiones, cuestionar a su comparsa, a sus lustrabotas. Pedir explicaciones, exigirlas. Denunciar cada uno de sus atropellos, de sus abusos, de sus decisiones arbitrarias, sin importar a quién afecten, a mí o a tu vecina, al amante de tu novia, a nuestros enemigos, a vos misma, persona inteligente que esto lee. Terror o autocomplacencia, nos han domesticado.
Y cuando logramos sacudirnos esa inercia, esa roña de la que no somos muchas veces ni siquiera conscientes, actuamos en función de un cálculo premeditado: «¿A mí en qué me beneficia?»; «Tengo familia, ¿sabe?»; «Corren tiempos duros». Corren tiempos duros, es verdad. Somos controlados y ejercemos —quienes nos congregamos en torno de estas letras, no nos mintamos— también control sobre personas y otros seres que dependen de nosotros, de nuestras decisiones, de nuestro buen o mal humor, de nuestra suerte. Sí, persona inteligente que esto lee, usted y yo somos también parte del poder.
Pero nos da pereza o nos da miedo imaginar (al menos) otras formas de convivencia; vernos al espejo, directo a los ojos y sin parpadeos, y cuestionar nuestros propios privilegios; impugnar nuestras decisiones; condenar los actos que realizamos en beneficio propio cuando estos bien podrían beneficiar a más personas, a más seres. «Tengo familia, ¿sabe?». Todos la tenemos, salvo que exista, en absoluto secreto hasta ahora, la posibilidad de una generación espontánea. Corren tiempos duros, y serán peores. Mientras, continuamos sentados sobre nuestro confort y esperamos la llegada de un representante, de un salvador, del elegido que va a sacarnos de la miseria en que nos sabemos hundidos.
Nos han domesticado, y caminamos orgullosos hacia el rastro, hacia el cuchillo reluciente, ciegos y autoengañados, creyendo a pies juntillas el cuentecillo aquel del desarrollo personal, del orden y el progreso, de que aún no somos lo que algún día, con esfuerzo y perseverancia, podremos ser. Todo es mentira, persona inteligente que esto lee, ya somos lo que somos, no hay más allá, mire usted los ojos de quien tenga más cerca ahora mismo, sonríanse, poco más que eso es el paraíso. Un día habrá cuando veamos hacia atrás y constatemos que el camino recorrido ha sido absurdo, vano, suicida, todo en contra del todo que siempre fuimos.
Por eso, a pesar de donaldos y vladimiros, de papas y ayatolás, de pejes y bolsonaros, guerrillas, paracos, maras y traficantes, de féisbuques, gúgueles, maicrosoftes, ápeles y otras frutas y verduras cacofónicas, del cero coma cero cero uno por cien —uno entre cada cien mil individuos— que posee la quinta parte de todos los recursos —«suyo» sería uno de cada cinco árboles, por ejemplo, si nos gustaran las simplificaciones; y desigual e hipotéticamente los otros cuatro se los disputarían noventa mil novecientos noventa y nueve personas también hipotéticas… busque usted su astilla—; a pesar, pues, de los pesares y malestares y todo lo que esté en contra, seamos conscientes del mundo en que vivimos, de nuestro entorno que somos también nosotros mismos, que es usted misma, usted mismo. Para cambiar la realidad hay primero que entenderla y para entenderla hay que conocerla. Veámosla de frente. Directo a los ojos. Sin parpadeos. Aunque nos dé pereza o nos dé miedo.
†