Crecí —como casi todo el mundo— en un hogar religioso, fatalista, fanático y temeroso del fin del mundo y del infierno. Durante mi adolescencia me consideré cristiano y frecuenté una iglesia. He leído la Biblia cinco o seis veces. No sé cuándo comencé a cuestionar las enseñanzas de la religión, pero no hubo vuelta atrás: la abandoné y no volví. Perdí amigos y familiares. No me arrepiento. Nunca dejé de creer en Dios aunque no pude explicar qué clase de dios era el mío. Fiel a mi costumbre, busqué respuestas en los libros.
Dawkins me gusta porque es radical: dice que eres ateo o te resignas a ser fundamentalista porque, según él, los agnósticos son débiles y haraganes. Cuestiona la creencia en la creencia y da en el clavo: una vez te liberas del terror al sufrimiento eterno eres capaz de pensar y reflexionar. La religión misma deja de tener sentido sin un infierno. No es necesario ser religioso para ser buena persona. Siempre pensé que el dios del Antiguo Testamento era terriblemente cruel y sanguinario. Me gustó encontrar esa misma idea en labios de Dawkins.
Este libro arremete contra todos: el Infierno, Jesús, la Trinidad, NOMA, el laicismo, los agnósticos, los fundamentalistas gringos y, por colonización, los pentecostales chapines. Los amaños en la concepción de la Biblia como tal.
Una lectura brillante y controversial que me dejó a un pasito del ateísmo radical.
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