Mario Vargas Llosa decidió guardar silencio. El hombre que disciplinó su vida desde joven y la sometió a la esclavitud de su pasión literaria, se propuso hace un par de años publicar una última novela, escribir un último artículo, y consignarse al silencio hasta terminar el ensayo que escribe sobre Jean Paul Sartre: una de sus mayores influencias. El sartrecillo valiente, después de todo, homenajea a su maestro en una brillante lección intelectual y de vida.
En algunas entrevistas Vargas Llosa argumentó que ni las fuerzas físicas ni la fluidez mental le acompañan ya para escribir novelas, lo que nos hace pensar que —por ese compromiso irreductible que siempre ha manifestado con la literatura y el rigor intelectual— lo mejor es instalarse en un lugar lejano del ruido para permitir que, en estas últimas jornadas de su vida, su obra termine de compactarse para terminar de ser el definitivo monumento que ya es; algo que además viene demostrándose con la revisión y publicación que está haciendo el escritor Carlos Granés de la obra periodística del Nobel peruano.
Empecé a leer a Vargas Llosa porque mi padre lo detestaba. Hacia 1992 o 1993 estuve buscando sus libros durante semanas por la Cuesta de Moyano en Madrid y allí encontré uno de los que más influyó en mi perspectiva sobre su obra: Vargas Llosa. El vicio de escribir, de J. J. Armas Marcelo, que leí en aquella primera versión con muchísimas ganas (hay una ampliada de 2002) y que he releído con calma más de una vez. Me encontré con el escritor más allá de su obra, con su compromiso con el oficio. Entonces leí su sucesiva obra con lo que Juancho llama en su libro —y que él a su vez toma de un artículo de José Emilio Pacheco sobre Conversación en La Catedral— una «compulsiva legibilidad».
Podemos estar más o menos de acuerdo con Vargas Llosa, pero es cierto que su obra se lee de forma compulsiva, discutiéndola estética o intelectualmente, sabiendo o negando a un tiempo que estamos ante libros de «la casta de los clásicos» dotados de la capacidad de sacudir nuestra posición. Más allá de los aciertos o desaciertos de sus últimas novelas (yo salvo El héroe discreto), queda claro que estamos ante un clásico que no deja indiferente a ningún lector y que sigue marcando, como Gabriel García Márquez, a todo aquel que se les cruce por delante.
Es elocuente el título de su última novela: Le dedico mi silencio: una suerte de regreso a la semilla, al Perú, que es donde mejor se desenvuelve (leídas sus últimas novelas); aunque es cierto que ni el propio Vargas Llosa puede ser siempre Vargas Llosa y que no todas sus novelas serán como La Fiesta del Chivo. Por su parte, Le dedico mi silencio parece ordenar la habitación propia (se la dedica «A Patricia», otro gesto. «El Perú es Patricia…», dijo al recibir el Nobel) e ir bajando el volumen al «Boom», tan sonoro, tan influyente.
Qué importantes son los años de silencio y dejar que la belleza afecte para siempre la literatura.
[Foto de portada: Cortesía de Casa de América].
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