Yo tampoco quiero ser de aquí


Rubí_ Perfil Casi literal

A finales de la década de los años setenta el periodista y escritor guatemalteco Manuel José Arce no quería ser de aquí, al igual que muchos de nosotros, que ya no quisiéramos ser de aquí, y no por falta de afecto a la tierra en la que aprendimos a caminar y en donde dijimos las primeras palabras, sino porque ese mismo suelo hoy nos duele. Es un dolor que notamos no solo cada cuatro años cuando vuelan buitres sobre nuestras cabezas; lo vivimos día a día en este penitente país. Basta con leer algún que otro periódico o con iniciar sesión en las redes sociales. Basta con subirnos a un bus del transporte colectivo. Basta con poner un poco de atención a los discursos proselitistas para echarnos sal en la herida.

Los que sufrimos por Guatemala no quisiéramos ser de aquí porque nuestro sufrimiento se transforma en impotencia, y la impotencia no es el mejor camino para salir del pozo sin fondo que otros han escogido para nosotros. Porque aunque nos fuéramos de estas tierras, las llevaríamos en nuestro equipaje. Nos doleríamos por ellas en la distancia así como se duelen quienes están en otros países extrañando este suelo yermo pero amado. Pero al quedarnos padecemos Guatemala irremediablemente porque la amamos. Todos los que sufrimos este país somos “El gran inconforme”, como escribió el poeta Otto René Castillo; y recordar al poeta quetzalteco incrementa el cúmulo de pasiones rotas que los guatemaltecos llevamos a cuestas. Esas pasiones, aunque moribundas, me hacen seguir amando lo mucho que queda por amar de este pedacito de planeta.

Pese a que estamos enfermos de un amado cáncer, como lo dijera Arce en 1979 en “Yo no quisiera ser de aquí”, me lastima saber que a veces yo tampoco quisiera ser de aquí.

Yo no quisiera estar aquí.

Amo, con todo lo que soy, este suelo y su gente. Por eso mismo, sufro de manera atroz. Por eso mismo me duele hasta el aire que pasa. Por eso mismo no quisiera estar aquí.

No quisiera ser de aquí. No quisiera amar tanto a este país, a esta gente.

El amor se me transforma en dolor. Y eso no es justo.

El amor ha sido siempre alegre, constructivo, sinónimo de felicidad y de optimismo.

Yo amo mi país. Y es un amor triste, impotente, infeliz, que me duele, que todos los días tiene nuevas llagas, que siempre está más y más crucificado.

Veo su mapa cercenado, una y otra vez. Veo su historia de burlas crueles, sangrientas. Veo su geografía amenazada por el planeta. Veo a sus moradores misérrimos, ignorantes, enfermos, raquíticos, hambrientos. Veo su suelo ubérrimo, inútilmente ubérrimo, para la mayor parte de sus habitantes. Veo su violencia progresiva, galopante. Veo, siento, vivo su tragedia incesante. Y me duele.

Me duele tanto como me duele decir: “yo no quisiera estar aquí”, “yo no quisiera ser de aquí”.

Porque ser de aquí es una enfermedad incurable. Uno se va, y entonces, la nostalgia. Uno se va, pero las noticias lo persiguen, los ojos buscan siempre un algo de aquí, la distancia castiga. Uno se va. Pero aunque se vaya, no se va: uno anda llevando su Guatemala adentro, como un amado cáncer, como una idea fija, como un verde corazón que siempre duele al palpitar y que palpita siempre.

Yo no quisiera estar aquí. Yo no quisiera ser de aquí.

Y aunque me duele el dolor del mundo, perdóneseme pero me duelen menos otros países que este.

Me voy, a veces. Me meto en un libro y me voy. Tomo un pasaje de canción o recuerdo y me voy. Escribo una carta, me meto con ella en el sobre, me pongo en el correo y me voy. Pero dura muy poco mi viaje; desde adentro de mí mismo este país –este pequeño y cruel país–, se me hace presente, me sangra, me duele.

Cuánto amor en el dolor. Cuánto dolor en el amor.

Qué dura eres, Guatemala.

Manuel José Arce

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