La «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano» de la Francia de 1793 tenía muchas veces escrita la palabra libertad. No en vano el artículo tercero declaraba: «Todos los hombres son iguales por su naturaleza y ante la ley», Lo que hoy, a ojos modernos, se lee como «Todos los hombres y mujeres son iguales ante la ley». En la Francia de esa época eran todos los hombres y solamente los hombres —la mujer no nació libre y no nació igual ante la ley—. La mujer no tenía derecho de votar, ni derecho a la educación. La mujer no era nada. Las mujeres luchamos por ese derecho a través de los siglos. Las mujeres no nacimos libres: nos hicimos libres a punta de alzar la voz.
¿Seremos libres aún?
Ya el tema de la igualdad entre hombres y mujeres se trató en 1622 con la obra: De l’Égalité des hommes et des femmes, de la escritora y filósofa francesa Marie Le Jars de Gournay, quien no dudó en denunciar que si las mujeres no alcanzaban puestos laborales destacados era debido a la carencia de educación para ellas: «Para algunas gentes no es suficiente la preeminencia del sexo masculino, sino que pretenden confinar a las mujeres a una reclusión, inevitable y necesaria, a la rueca; sí, a la rueca». Y lo que quizá se desconoce es que el término feminismo surgió cuando el estudiante de medicina Ferdinand-Valérie Fanneau de la Cour lo utilizó en su tesis Du fèminisme et de l’infantilisme chez les tuberculeux (Del feminismo y el infantilismo en los tuberculosos) para referirse a la patología que aquejaba a los hombres cuando sufrían este mal. En otras palabras, el término feminismo surgió del desdén de la comparación de los síntomas de una patología. O sea que parecer mujer era una descripción más aceptada, para esa época, que darles una descripción científica a los síntomas.
En 1792 la escritora inglesa Mary Wollstonecraft, con su obra A Vindication of the Rights of Woman: with Strictures on Political and Moral Subjects, rebatió también la postura de que las mujeres no debían tener acceso a la educación: «Si se educa a las mujeres para la dependencia, es decir, para actuar de acuerdo con la voluntad de otro ser falible y se somete al poder, recto o erróneo, ¿dónde hemos de detenernos?»
Wollstonecraft creía que el estado debía reformar el matrimonio y la educación, y que las leyes debían acabar con la subordinación de las mujeres: «Según la modificación presente de la sociedad, el placer es el asunto central de la vida de una mujer y, mientras continúe siendo así, poco puede esperarse de esos seres débiles. Para mantener su poder tienen que renunciar a los derechos naturales que el ejercicio de la razón les habría procurado y elegir ser reinas efímeras, en lugar de trabajar para obtener los sobrios placeres que nacen de la igualdad».
La obra de Mary Wollstonecraft vio luz en plena Revolución francesa, cuando la Constitución de 1793 antes mencionada terminó por negar todos los derechos de la mujer al mismo tiempo que les prohibía llevar armas, reunirse en asociaciones políticas y hablar ante el poder legislativo. Esto es paradójico dado que fueron las mujeres quienes participaron activamente de la Revolución francesa y fue gracias a las 7 mil mujeres que marcharon hacia Versalles —para exigirle al rey que resolviera el desabasto alimenticio— que al día siguiente se consiguió sacar al rey y a su familia del palacio.
En contraposición a la «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano», la filósofa Olympe de Gouges publicó en 1791 la «Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana», en los que establece: «La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden estar fundadas en la utilidad común». Este intento fue acallado con la muerte de Olympe en la guillotina. Y fue acallado también en los siglos posteriores porque la mujer solo fue libre de ejercer universalmente su derecho al voto hasta la década de 1960, aproximadamente, y en algunos países de Medio Oriente solo hasta hace un par de años.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la compañía Westinghouse Electric sacó un cartel de propaganda con el lema We can do it, que contenía la famosa imagen de una mujer vestida con una camisa azul —masculina para la época—, un pañuelo rojo amarrado en la cabeza y mostraba la fuerza de su brazo con una mirada penetrante a la vez: Rosie the riveter o Rosie la remachadora.
Aunque este cartel pertenecía a la iniciativa privada se convirtió en el símbolo de los cientos de carteles propagandísticos que sacó el gobierno norteamericano para animar a las mujeres a realizar labores hasta entonces dominadas por hombres. Miles de «Rosies» trabajaron en fábricas, sobre todo, de armamento de guerra y bombarderos; no solo como una muestra de patriotismo sino como un impulso a tener su propio sueldo y evitar que más hombres murieran en la guerra.
La propaganda gubernamental fue bastante efectiva. De 1941 a 1945 el porcentaje de mujeres trabajadoras subió del 27% al 37%. Las Rosies levantaron la industria de Estados Unidos. Fue incluso en esa época que se creó la super heroína Wonder Woman o Mujer Maravilla, en diciembre de 1941. Su creador, William Moulton Marston, dijo: «Wonder Woman es una propaganda psicológica para el nuevo tipo de mujer que debería ser, en mi opinión, para gobernar el mundo». Y aunque el profesor Moulton era un hombre progresista, casado con una mujer feminista y ambos estaban influenciados por las primeras feministas sufragistas, no es casualidad que justamente en esa época se haya creado la Mujer Maravilla.
Pero la libertad, el trabajo, el dinero propio y toda la perorata gubernamental tenían una fecha de caducidad: el final de la guerra. Cuando regresaron los hombres, las mujeres fueron obligadas a renunciar y a volver a sus «verdaderas funciones», relegadas a trabajos menores y a salarios bajos. La mujer fue solo el reemplazo, el último recurso.
Es incongruente que fuera a raíz del falso empoderamiento acarreado por la guerra el que consiguiera que el cartel de Rosie the riveter se convirtiera, años más tarde, en un símbolo feminista al igual que la figura de la Mujer Maravilla.
Revolución y hartazgo
Aristóteles describió la revolución como un cambio de una constitución existente. Por su parte, el diccionario menciona las palabras: cambio, giro, alboroto y vuelta en todas sus definiciones. Y es que el feminismo no es una «ola», como bien quieren hacernos creer. Un sube y baja que llega y se va como un retorcijón que encuentra picos. No. El feminismo es una revolución porque estamos en 2019 y seguimos luchando por situaciones que describió Mary Wollstonecraft en el año 1793. Seguimos luchando por mejores salarios como las Rosies de 1942. Seguimos pidiendo justicia e igualdad ante la ley como Olympe de Gouges en 1791. Seguimos cuestionando nuestros roles y haciéndonos espacios en un mundo que ya nos delimitó —hace siglos— que pertenecemos a la cocina y nada más. Que somos débiles. Que somos menos.
Una revolución en la que exigimos cambiar la brecha salarial que es una realidad: las mujeres ganamos menos solo por ser mujeres. Una revolución que trajo movimientos como #NiUnaMenos en 2015 y que surgió —a raíz del hartazgo de un colectivo de mujeres que querían protestar contra la violencia hacia la mujer y el femicidio— en una Argentina en la que se mataba una mujer cada 30 horas y posteriormente a una cada 18 horas. Las mujeres exigieron estadísticas oficiales sobre las muertes, garantías para la protección de las víctimas y acceso a la justicia. Muy parecido a lo que exigieron las mujeres de la Revolución francesa.
Una revolución que trajo consigo el movimiento #MeToo en Estados Unidos, que sacó a la luz los problemas de acoso, agresión sexual y violación que vivieron muchas mujeres estadounidenses y que se convirtió en un suceso mundial que desembocó en una empatía colectiva de 85 países en donde las mujeres compartieron sus historias al mundo. Historias de vejámenes, violencia, violaciones, acoso y silencio.
A nuestra revolución todavía le queda mucho camino por recorrer, muchos estereotipos por cambiar y mucha suciedad que sacar. Porque para hacernos libres y para que las hijas de nuestras hijas sean libres tendrán que seguir alzando la voz muchas mujeres —como lo hicieron otras en el pasado—, mujeres que tuvieron que sacrificar su vida para que hoy nosotras podamos votar o ir a la escuela o siquiera hablar y escribir libremente.
«No nacemos como mujer, sino que nos convertimos en una», dijo Simone de Beauvoir.
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¿Quién es Gabriela Grajeda Arévalo?