Quiero anticipar mi alegría de retomar esta columna gracias a la invitación de Alfonso Guido. Me recordé de la frase aquella de dice «la que es puta, vuelve y con más ganas». Pues he decidido comenzar a escribir sobre Alfonso Quijada Urías, alias Kijadurías; este poeta salvadoreño que a través de su obra ha regado ríos al borde de la extinción; ha resucitado corazones y ha convertido la nieve en pedazos de papel. Escribir sobre maestros de ese calibre agiganta el alma.
Nació en el país más pequeño de América Central, pero tiene el corazón más grande del continente. Quezaltepeque es su tierra natal, pero su poesía es universal. Una de las palabras que podría definirlo es paz. Una más: humildad. Y dos más: serenidad y amor. El silencio lo convirtió en músico, el viento en poeta, la naturaleza en pintor y sus verdaderos amigos en un grande de la literatura centroamericana.
Una mañana el poeta Kike Zepeda me anunció la invitación para visitar al poeta Quijada Urías, cuyo nombre literario es Kijadurías. El maestro vive en Canadá pero visita su país un par de veces al año. Nos dirigimos a una de las mejores licoreras para comprar el vino tinto Marqués de Riscal, que, sabíamos, es uno de los preferidos del maestro (y, por cierto, también lo era de Rubén Darío). Seguidamente, en el automóvil clásico de Kike, volamos para Quezaltepeque, a unos 40 km de Santa Ana.
La casa era precisamente la de un poeta: muchas plantas, geckos, insectos, hamacas, libros, cuadros, esculturas… y sobre todo, un calor espectacular. Tras apretar la mano de otros poetas nos sentamos a brindar por Kijadurías, por su obra y su legado. Me sumergí un poco en reflexiones y en sentimientos, sobre todo cuando una lagartija se me posó en el hombro y me pidió que describiera al poeta tras escucharlo durante horas: tiene el pelo y la barba completamente blancos, como dice la canción. Es muy delgado, muy flaco, hueso y pellejo, pellejo y hueso. Usa una cola en su cabello por la que, seguramente se han deslizado las mejores melodías que han salido de su cabeza y que pasaron antes por su corazón.
A su lado, sentada en una alta silla desde donde le colgaban los pies, había una mujer sonriente con la cabeza algodonada, pequeña de estatura, pero inmensa cuando sonríe, corrige y aclara fechas, nombres, recuerdos o silencios. Se llama Celia y es tan «pequeña como un cuadro de Miró». Ella siempre practicó deporte, confesó mientras sus ojos se iban al campo de juego. Cuando era adolescente estaba de turno al bat durante un encuentro de softbol. Le lanzaron una recta, ella bateó y echó a correr. Cuando sus pies tocaron la almohadilla de primera base algo le detuvo el corazón. Allí al lado, como si fuera un coach, delgado como un fideo, desgarbado y tocándose el ralo bigote, observó al hombre con quien se casaría y con el que hasta hoy ha vivido durante más de sesenta años.
Continuamos en la próxima entrega.
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