Panamá no existe


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalPanamá no existe. Nunca ha existido.

Así como tampoco existe El Salvador. Así como nunca ha existido un Reino Unido.

Panamá no está fragmentada, ni dividida, ni quebrada porque nunca fue un monolito. Nunca estuvo unida. Jamás ha sido una copa de cristal.

Esa Panamá —por la que lloras cuando escuchas las notas del Himno Nacional, por la que sientes el impulso de llevarte la mano al pecho al ver la tricolor sobre algún cerro, la que es pollera y montuno— es una fachada.

Panamá es realidad aumentada en blanco, rojo y azul para distraernos de la construcción de un canal que se convirtió en la invasión de un siglo, de un quiebre de continente que ahogó —casi y literalmente— a decenas de comunidades, identidades y posibilidades para siempre.

Panamá es poesía nacionalista para vender sueños de soberanía donde todos somos panameños, sin izquierda ni derecha, sin negros ni blancos. Somos poesía que nos arrulla que nacimos para ser puente del mundo, corazón del universo, crisol de razas. Somos un solo mantra que escuchamos todas las mañanas, tardes y noches en el parvulario, en la secundaria, en boca de políticos, en la tinta de los planes de negocios, en tu estado de WhatsApp. Dejar de repetir ese mantra significaría dejarnos despertar. Significaría dejarnos ver y demostrar que estamos vivos.

Sospecho que hay un saltimbanqui que nos distrae para no pedir ver qué hay detrás de la fachada brillosa. Entre saltos y pasta blanca nos hace creer que el pobre es pobre porque quiere, que las provincias son colonias que deben ser civilizadas, que las mujeres son poco productivas porque menstrúan.

Maestros del performance, esos poetas, esos saltimbanquis nos adormecen haciéndonos hablar con ira sobre los pantalones cortos de un cantante misógino mientras que la misoginia del cantante de los pantalones cortos es causa de orgullo, admiración y hasta envidia. Panamá es una cuenta falsa de Twitter donde recibimos consejos sobre de cómo ir vestidos al teatro o a cualquier evento cultural de esos de los serios que nos regalaron los europeos, porque no habría nada más quebrado que un ciudadano en rollos, zapatillas o —¡Dios no lo permita!— pantalones cortos en la sinfónica.

Saltimbanqui y poetas nos dicen que somos el corazón del universo, pero solo los que vivimos en el centro del centro de la actividad económica. La periferia —nos recuerdan los titiriteros— está fragmentada por culpa de ciudadanos sin educación, sin preparación, incapaces de tomar decisiones por sí solos. Ellos, los que no entienden del trabajo fuerte, solo pueden producir playa, plátano y vacas muertas. Los del centro del centro se asegurarán de que así sea siempre, para siempre.

No sé qué es Panamá. No sé qué hay detrás de la fachada. No tengo ese tipo de poder, pero sospecho que se construye a punta de una fiesta electoral cada cinco años a la que asistimos con la misma fe de domingo de misa y nos mantiene divididos. Tengo la impresión de que la fachada la sostiene una creencia ciega en los poderes mágicos de un sistema de mercado unicorniano que no requiere de regulaciones —o leyes, para ser más precisos— ni facilitación gubernamental.

Panamá es una fachada que hemos dejado que otros construyan, sin nuestro consentimiento, para beneficio de sus arquitectos. Detrás de la fachada, sospecho, vivimos millones de identidades en conflicto, silenciadas por musarañas nacionalistas.

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