Desde que Platón desterrara a los poetas de su ciudad ideal y Aristóteles delimitara la “poesis” a la práctica, surge para el pensamiento occidental una de las cuestiones fundamentales de la filosofía: establecer con claridad los límtes entre creación humana y naturaleza.
Este problema, que pareciera ser el orígen de la estética, abarca en sus posibles soluciones y formas de planteamiento todas las ramas del pensamiento, desde la ética y gnoseología hasta la ontología y la política. Y es que la construcción de «la humanidad” como categoría es un proceso no solamente cognitivo, sino un contínuo ejercicio de violencia, no solamente del hombre contra la naturaleza sino también en contra de sí mismo.
Desde que la noción de “individuo” se sitúa en el eje de toda noción de lo que nos une o separa, asemeja o diferencia del resto de la naturaleza conceptos tales como conciencia, razón, ego y pensamiento, que pasan a adquirir un carácter metafísico mientras que otros tales como sociedad, cultura o historia, se toman como pruebas concretas (o consecuencias necesarias) de una superioridad que se proclama en detrimento de nuestra corporeidad biológica.
Los límtes reales, no obstante, es decir, los que constriñen las necesidades vitales, comportamiento y espacio de cada uno, se encubren e invisibilizan mediante símbolos y códigos fijos (publicidad, cine, teatro, religión) cuyo fín último es justificar la construcción de una conducta que responsabiliza al sujeto frente a la sociedad antes que a la sociedad frente a la naturaleza.