Esta columna debería tratar acerca de la vergüenza. La vergüenza en su término estricto: «Turbación del ánimo por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena» (Diccionario de la Real Academia Española). Así, este breve texto podría sumarse a la larga cadena de opiniones que buscan acertar o definir el origen de todas nuestras vergüenzas. Curioso que tal palabra siempre se asome para definir un sentimiento colectivo.
Avergonzarnos por los políticos —lugar tan común—; avergonzarnos por las políticas —digo, la subasta del Estado—; avergonzarnos por las injusticias de esta seudo-legalidad; avergonzarnos por el pasado; avergonzarnos por el futuro; avergonzarnos por la cultura de resignación y de asfixia que nos cancera todo lo digno…
Sin embargo, no pienso que hablar de la vergüenza sea un verdadero ejercicio ciudadano. Y no lo es si mi única percepción del país es la que veo a distancia. Conozco a muchos guatemaltecos que no despiertan en mí esa «turbación del ánimo». Gente que puede brillar o que no. Personas que levantan enormes cargas sobre sus hombros para llenarnos de esperanza. Si sus vidas no reciben tanta prensa como una matanza del narco o una mala telenovela electoral —con teorías de conspiración incluidas—, quizá sea porque hemos convertido la vergüenza en nuestro mayor objeto de consumo mediático.
Por otro lado, es difícil no caer en la apropiación del éxito de otros. Si un actor logra alcanzar el aplauso mundial, si un cantautor llena estadios, si un cineasta recibe premios, si un atleta es medallista olímpico o si un científico da su aporte a tales o cuales avances… Entonces pasa de ser otro talento invisible a ser un héroe nacional. Mientras tales destellos no aparecen sobre nosotros, los guatemaltecos permanecemos rumiando la misma vergüenza de siempre, esa tan cotidiana como el pan dulce con café.
Por eso esta breve reflexión no busca la vergüenza, sino la intención de transformar la mirada con que acostumbramos a vernos hacia dentro.
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