Hace tan solo unos años asociábamos la palabra futuro a una imagen muy cercana a la felicidad. Una prosperidad acentuada en las bondades de una tecnología al servicio del confort.
Escenas futuristas de un cielo incandescente atravesado por naves interestelares y un tránsito de vehículos desplazándose a toda velocidad por el espacio y el tiempo. Cerrábamos los ojos y planeábamos largarnos a ese otro mundo tan perfecto donde la naturaleza quedaba supeditada a un paisaje de segunda clase y donde la inmensa aplanadora de botones, códigos y micro-gadgets desterrarían de nuestra existencia cualquier clase de trabajo duro. Los libros, las películas y las series de ciencia ficción que disfrutamos en nuestra infancia. Ese futuro que en aquellos relatos se veía tan racional y equilibrado.
Pero a medida que hemos ido envejeciendo, el futuro comienza a distar mucho de aquellas imágenes sintetizadas e ingenuas. Acercarse a ver cómo gran parte de la humanidad parece venirse a pique a causa de pandemias, hambruna y xenofobia. Acercarse a la guerra y encontrarse con ese armamento tan específico y tan bien diseñado para alcanzar la destrucción total de su blanco en cualquier terreno. Esa destrucción que desde finales de la década anterior se ha convertido en un espectáculo rentable para las cadenas noticiosas y los fabricantes de videojuegos. Un marketing muy bien estudiado para una grotesca clase media que engorda frente a sus televisores.
El mundo del futuro es la superpoblación, es el deterioro del medio ambiente o son los tratados internacionales donde los gobiernos corruptos de los países pobres negocian la crisis con los muy grandes capitales transnacionales. Hasta ahí la ciencia y la ficción.
Quizá estemos ante el fin de una narrativa optimista acerca del futuro. Ya Goya lo anticipó en el nombre de un grabado: el sueño de la razón produce monstruos.
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