La educación sentimental


Javier Payeras_ Perfil Casi literal_Hablar de sentimientos nunca es fácil, quizá porque los guatemaltecos no somos personas dóciles. Me gusta definir ese «nosotros» tan manido y extraño porque en este diminuto lugar del mundo pueden reunirse millones de imágenes e ideas sumamente complejas. En oposición a nuestra aparente timidez, la cultura que nos acompaña desde niños suele ser muy pasional. Aprendemos a odiar o amar con vehemencia y a veces heredamos estos sentimientos sin tener muy claro el motivo de nuestro resentimiento. Pareciera que esta es la vía rápida de nuestra catarsis: celebrar o aniquilar; prejuzgar o complacer; admirar o deplorar… Muchas veces sin argumentos sólidos.

Nuestra educación sentimental (título de una maravillosa novela de Gustave Flaubert) la recibimos directo de nuestros familiares y amigos. Aprendemos actitudes, por ejemplo, la forma de mostrarnos apesarados en el velorio de una tía que apenas conocimos; el rostro de ingenuidad virginal que demuestran los novios frente al altar ―aunque lleven años de tener una vida sexual activa―; las retóricas borracheras luego de los partidos de futbol; las pupilas llorosas frente a la telenovela de las nueve de la noche; la resignación con que las quinceañeras bailan un vals con el tío de aliento aguardentoso. Esas cosas maravillosas e ingenuas que llenan los minutos de nuestra vida.

Crecemos junto a esa necesidad de tratar de encajar nuestros sentimientos con nuestras circunstancias; por esa razón se nos hace muy difícil hablar de lo que realmente queremos u opinamos: pocas veces mostramos nuestras pasiones auténticas porque aprendimos desde niños a temerle a las diferencias. El precio establecido para nuestra predecible conducta sentimental es el silencio. Un silencio de gritos e incoherencia, un silencio violento, un silencio que nos inmoviliza en lo pasado, en lo viejo, en lo caduco.

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