El dios maldito que nunca llegará


LeoLa compañía de teatro Cósmico, conformada por nóveles actores, está presentando una corta temporada de la célebre pieza de vanguardia francesa Esperando a Godot, del dramaturgo irlandés Samuel Becket, en diferentes espacios alternativos de la ciudad de Guatemala. Esta pieza, que se ha convertido en un ícono dentro del teatro del absurdo en el siglo XX, muestra el sinsentido de la existencia a través de la absurda espera de algo que nunca llegará. Si bien es cierto que la crítica enmarcada dentro de la tradición cristiana occidental, en un intento mojigato, no reconoce abiertamente que se refiere a la espera de dios —la minúscula es intencional—, basta remitirse a las raíces del mismo nombre que alude al personaje imaginario para caer en cuenta de que hablamos de ese ser, ya que Godot no es más que una forma derivada de Good.

En el universo de Esperando a Godot la humanidad se reduce a los dos pordioseros, Vladimir y Estragón, que asisten todos los días al mismo lugar para esperar la llegada de ese ser abyecto que parece jugar a su antojo con ellos. La humanidad, sintetizada en estos dos personajes, se muestra mustia, sombría y triste. En su inútil espera, que raya al delirio y la locura, sobresale la más profunda de las desesperanzas. Los personajes, aunque ya están convencidos de que Godot no asistirá a la cita porque probablemente no exista, se aferran con desesperación a esa idea, pues de perderla, ese cosmos minúsculo y vacío que han creado se desmorona.

El lugar en el que se desarrollan los hechos es indeterminado. Los personajes se mueven en un espacio negro en el que apenas sobresale un chirivisco seco —que en la obra original es un sauce llorón— puesto en primer plano y hacia el centro del escenario, alrededor del cual giran los diálogos y las acciones. Además, la obra se desarrolla en un tiempo igualmente impreciso que acentúa esa atmósfera de orfandad y desamparo en la que se mueven estos personajes, que se tienen solo a ellos mismos. Al respecto no pasan desapercibidos tampoco los hechos y los gestos de ternura y solidaridad que se ofrecen entre sí ante las situaciones adversas que viven, como tratándonos de decir que la humanidad perdida en medio del vacío solo se tiene a ella misma para consolarse.

Hasta aquí, la lectura del drama representado y que el grupo Cósmico ha llamado acertadamente como tragicomedia, es bastante coincidente con el presentado por Becket en su obra original. Incluso, hasta las escenas de la otra dupla de personajes, encarnados por Pozzo y Lucy, dejan muy en claro esas estructuras de poder creadas por el mismo ser humano para entretenerse, y con ello, olvidarse de los aspectos esenciales y metafísicos de la existencia. En realidad todo lo que el espectador llega a ver en escena tanto por Vladimir y Estragón como por Pozzo y Lucy no es más que un desesperado intento de matar el tiempo para esperar la muerte y el vacío. La dicotomía entre Pozzo y Lucy es la existente entre el explotador y el explotado, entre el poderoso y el débil, que distrae la atención de los pordioseros hacia las cosas esenciales. Pareciera que tanto Pozzo como Lucy son dos proyecciones del mismo Vladimir y Estragón en su rol de dominante y dominado, y que viven solo en su imaginación.

Pero más allá de la dramaturgia establecida por Samuel Becket, el espectador entendido se queda con ganas de ver algo más, y esto se debe precisamente porque, en la puesta en escena, no se replica más que la interpretación primigenia del dramaturgo. Por supuesto que esto puede llegar a ser válido siempre que la intención sea mostrar el punto de vista del dramaturgo, a expensas de que los actores y el director se contenten con asumir el papel de ejecutantes e intérpretes. Sin embargo —y esto lo debe tomar muy en cuenta los integrantes del colectivo—, hasta para reproducir fidedignamente la visión del dramaturgo se necesita profundizar un poco más acerca visión plástica y poética, no ya de Becket, sino del teatro del absurdo.

Para explicarme mejor, una actuación enmarcada en un naturalismo stanislavskiano choca diametralmente con la visión estética del drama vanguardista cuyos personajes se valen del gesto extra cotidiano para deshumanizarse. Esa es la razón por la cual, por muy simpáticos que sean, las escenas de Vladimir y Estragón resultan cansadas y largas. A esto se le debe sumar que, mientras están solos, se «dice mucho» y se «hace poco». Los personajes permanecen casi fijos en torno al árbol que, desafortunadamente, está colocado en el primer plano y que muchas veces obstaculiza la acción. Es hasta la entrada de la otra dupla de personajes, conformada por Pozzo y Lucy, que el ritmo de la acción escénica comienza a levantarse. Este despegue no solo se logra porque el texto dramático propone más acción, sino porque los personajes comienzan a mostrar un esbozo de caricatura el cual todavía no se desarrolla en los protagonistas. No obstante, esta caricatura grotesca apenas se dibuja con timidez, como si no se estuviera muy consciente todavía de que por esa vía se llega al camino acertado del drama del absurdo. Irónicamente, el personaje corto del mensajero —al que le llaman el Niño en la puesta en escena— es el mejor caracterizado de todos porque es precisamente el que se acerca mucho más a la deshumanización de la estética vanguardista, además que su histrionismo encanta y el público se queda con el deseo de seguir viéndolo. En contraste, la impecabilidad del canto de Vladimir y los condicionamientos de una puesta en escena impregnada de realismo distancian la obra de su idea original.

Aunque debe felicitarse el arrojo de los actores y el director para lanzarse a hacer este tipo de trabajos que cada vez es más despreciado por un público dispuesto a embrutecerse, se recomienda que profundicen más sobre las consideraciones estéticas en las que nace la obra, pero sobre todo, que estén dispuestos a dejar la vida en el escenario. Lo digo porque al final de la obra los actores salen enteros, cuando el agotamiento físico debería ser la mejor prueba de que se ha cumplido la misión.

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