En medio de la catástrofe política que estamos viviendo en Guatemala, capitaneada por nuestro «ilustre» presidente ―que a fin de cuentas es el más claro reflejo de lo que hemos podido aspirar como nación y, por tanto, nos representa digna y justamente― y secundada por la pandilla marrullera de legisladores, las religiones organizadas no pierden oportunidad para llevar agua a su molino y medran a su libre tránsito y arbitrio sin que nadie sea capaz de ponerles límite alguno. Claro que esto no es de extrañar, en una sociedad conformada en su mayoría por personas que se andan somatando el pecho cada domingo y que confían ciegamente en la oración y el poder divino para resolver los problemas que le atañen.
Hasta aquí todo muy bien, porque como ya lo he mencionado en reiteradas ocasiones, la libertad de culto es uno de los grandes logros de la civilización moderna, así que cada uno tiene derecho y libertad plena de creer en lo que se le antoje y adorar al dios que se le ocurra en la privacidad de su casa o de su templo sin que nadie le trate de imponer una doctrina ajena. El problema comienza cuando una o varias de estas sectas religiosas tienen la arrogancia de manifestarse como único paradigma viable y pretende inmiscuir su dogma hasta en las políticas públicas, convirtiéndolo, incluso, en parte identitaria de un conglomerado social amplio y heterogéneo como el conformado por una sociedad pluralista. Es entonces cuando la libertad de culto ―que en nuestra realidad no es más que el libertinaje de una muchedumbre, por no decir borregada, de elegir entre distintos rediles que la llevan a lo mismo― debe tener un claro límite.
Por supuesto que los engranajes del sistema están diseñados de tal manera que la gente reprima sus impulsos, y con ello sus inconformidades, y trastoque en mansedumbre su energía vital. Es ahí mismo donde las religiones encuentran su mayor campo de acción. El poder que han ido acumulando les garantiza llevar a las altas jerarquías de mando a personas que velen por sus intereses y garanticen su continuidad. No obstante, el descarado abuso de estas prerrogativas comienza a respirarse de manera tóxica en el ambiente cuando tratan de imponer, desde su particular cosmovisión, la vara que mide a todas las personas.
Una analogía quizá nos pueda servir para deshacernos de este incómodo problema. Hace algunas décadas algunas sociedades comenzaron a legislar en relación con un tema de salud significativo: los efectos nocivos del cigarro en las personas no fumadoras. Esta legislación fue consecuencia del debate sostenido por las personas que reclamaban para sí espacios donde pudieran respirar aire puro. Es por eso que muchos lugares fueron oficialmente declarados espacios libres de humo, lo que vendría a garantizar la salud de las personas que, en pleno derecho, exigían espacios saludables.
Si bien es cierto que la religión o las religiones no representan un peligro de salud física, a la larga son una amenaza al orden público de sociedades que tienen como ideal un sistema de valores laico y positivista que dé cabida a la diversidad de ideologías y no solo a una dominante y sectorizada.
Un espacio libre de religión sería aquel en el que las personas puedan respirar con tranquilidad sin que le salga un predicador a media plaza o en el bus para hostigarlas; o que puedan estar en su casa libremente un domingo sin que venga un grupo de personas a tratar de convencerla de que debe aceptar a un Señor como su salvador; pero estas minucias, aparentemente inofensivas, son apenas la punta del iceberg. No solo se trata de evitar la contaminación auditiva que produce un altoparlante en alguna plaza o los gritos desaforados de los mismos fieles que evitan la entrada de un grupo de rock por parecerles satánico; ni tampoco de evitar el terrible tráfico que causan las procesiones al apoderarse de las vías públicas en casi todos los meses del año ―porque esto ya no es asunto exclusivo de Semana Santa―. Un espacio libre de religión debería erradicar la intromisión de la ideología religiosa en las políticas públicas.
Ningún funcionario debería de despedir sus discursos con bendiciones ni debería declarar que el cristianismo es parte de nuestra identidad. Es más: en un espacio libre de religión sería un delito de gravedad educar «en base de» (sick) valores cristianos, y si los padres de familia insisten en buscar un establecimiento que eduque a sus hijos bajo estos principios, debería tener la libertad de educarlos ellos mismos o llevarlos a la iglesia para que allí, en la privacidad del mundo laico, les transmitan esos valores. Más grave debería ser aún que la iglesia trate de poner parámetros para decirnos que las mujeres no deben abortar, que los homosexuales no deben amarse ni formar familias o que las familias deben seguir el modelo dictado por la familia cristiana.
Por favor, ya es hora de que nos desintoxiquemos. Ojalá y algún país comience pronto con una iniciativa como esta porque, seguramente, Guatemala no será.
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