Un año más de desesperanza comienza en Guatemala, este luminoso pero al mismo tiempo umbrío país que parece estar desahuciado. Los años pasan y las personas se desean prosperidad mientras que un brillo incrédulo de los ojos pareciera contradecir los buenos deseos. «Ojalá y este año al fin podamos levantar cabeza», dice la mayoría, pero tan solo son palabras huecas que se pronuncian por cortesía porque en el fondo tenemos la certeza de que las cosas van para peor en este país donde todo se degrada.
El año comienza, entonces, con una discusión entre los usuarios de las redes sociales ante la decisión tomada en el Ministerio de Educación de fusionar la tradicional asignatura de Formación Musical por la de Expresión Artística. Esta «nueva» asignatura incluye, además, las disciplinas de Teatro, Danza y Artes Plásticas.* Entrecomillo la palabra nueva porque en realidad la asignatura como tal no lo es, pues está contemplada desde la última reforma que se hizo del Currículo Nacional Base (CNB). Ignoro cuántos centros educativos habían implementado ya este cambio del CNB que por lo menos ya tiene unos ocho años de estar vigente.
Uno se pregunta entonces por qué hasta ahora surge gran escándalo por uno de esos cursos considerados «de relleno» en el que los estudiantes apenas alcanzaban la competencia de carraspear una flauta dulce, cantar el Himno Nacional —en el mejor de los casos, porque en otros era cantar corillos y alabanzas religiosas— y, en el caso de los considerados más talentosos, a tocar un instrumento en la banda de guerra para las fiestas patrias. Tienen razón aquellos que opinan que, ante semejantes competencias, lo mejor sería que desapareciera cualquier curso orientado a la educación musical.
Para ser equitativo con las otras disciplinas artísticas, cualquiera podría pensar que esta es una decisión acertada y equilibrada; sin embargo, basta reflexionar un poco acerca de la situación del arte en Guatemala para darse cuenta de que ninguna de las disciplinas tiene algún tipo de oferta cuantitativamente significativa para hablar de una educación artística. Esto es lo primero que me viene a la mente al concebir el tipo de perfil que tendría que tener el docente para impartir este curso integrado: tendría que ser un artista «completo», es decir, un artista preparado en las cuatro disciplinas aunque su fuerte sea solo una de ellas; luego, se necesitaría de una persona con una cultura general sólida que sea capaz de tener una visión amplia del arte, para que no se limite a impartir los llamados «movimientos clásicos» —cuando en realidad lo que se muestra es la visión europeizante y dominante del arte— como si se tratara de un museo; y tercero, ser un pedagogo y didacta, es decir, contar con una filosofía de la educación y una metodología que lleve al estudiante no solo a interesarse por una disciplina, sino despertar su sensibilidad artística.
Entonces me pregunto cuántas personas habrá en este medio que reúna tales características. Lo más seguro es que, dado el tiempo que se tiene contemplado para ser impartido, el curso de Expresión Artística termine en manos de un amargado maestro de Lenguaje —que talvez ni siquiera sea profesor en Letras— o en alguno de esos profesores mil usos tipo «ruletero» que necesita completar su jornada para ajustar su sueldo. Si nos damos cuenta, entonces, los cursos relacionados con la expresión artística están condenados a ser las sirvientas de aquellas asignaturas consideradas «más importantes» dentro del proyecto de educación neoliberal y privada —que además ha invadido la propia visión estatal—, que solo se interesa por preparar obedientes empleados, competentes para la producción de bienes y servicios, pero enajenados completamente ante la creación artística que lo haga pensar y sacuda su zona de confort.
Todas las familias sueñan tener un auditor, un abogado, un médico o un ingeniero en casa, pero en nuestro medio, tener un artista es como una maldición. Y algo similar ocurre con los humanistas y algunas especialidades de las ciencias sociales. Al final, se huye de estas disciplinas como si se tratara de lepra porque a lo único que conducen en un país que, de por sí, está muerto de hambre, es a la miseria. Quienes dirigen la fuerza de producción ven en el arte a aquella amante que impedía a los guerreros espartanos batirse en la guerra. Ser artista en un pueblo comemierda termina siendo la peor de las deshonras.
Eso sí: de los púlpitos saltan los líderes religiosos y políticos a tratar de imponer estudios bíblicos que enseñen la sujeción, porque eso sí cuadra con los intereses del poderoso. Entre más muestras de subordinación, entre más culpabilidad, el rebaño estará mejor preparado para mantener un sistema de producción que termina por enriquecer a los grupos dominantes. Gritan y se rasgan la túnica si se trata de enseñar humanidades, lenguas de los pueblos que consideran vencidos, pervertida educación sexual y artes inútiles que, desde su punto de vista, solo tienen una función decorativa.
Somos incapaces de darnos cuenta de la estratagema educativa que hay detrás de esta visión educativa empresarial, como si los valores más importantes de la vida no estuvieran más allá del trabajo. Somos miopes ante la parva de políticos y empresarios que tienen secuestrada a la educación para dirigirla al cumplimiento de sus fines particulares. Primero, minimizaron el papel de la formación humanística y han tratado, por todos los medios, de sustituirlo por una descarada formación religiosa. Luego, destruyeron la carrera de magisterio en nombre de una falsa modernización de la que solo pueden participar aquellos que sean capaces de pagarla en las universidades. Ahora parece que toca el despojo de las artes, último reducto que le queda a este pueblo descabezado para pensar. Como el verdadero arte es claramente una amenaza, nos han comenzado ya a vender la idea de que arte es aquel producto de consumo que se vende en los medios masivos de comunicación.
Si bien es cierto que las universidades han creado carreras para profesionalizar a los artistas, estas todavía están demasiado lejos de producir artistas con visión. La mayoría de los que llegan a sus aulas buscan tan solo convertir el arte en un medio de vida o volverla un escaparate para satisfacer egos hambrientos de aprobación. Y mientras que las escuelas nacionales de arte fueron saqueadas y tiradas al olvido, las casas de formación superior no parecen tener una visión seria de la función del arte dentro de la sociedad.
Por último, la educación misma, en ese afán obsesivo de medición, ha perdido su norte y le ha dado la espalda al elemento humano. Eso explica por qué la insistencia de seguir arrastrando un CNB poco funcional en el que se insiste —aunque de manera disfrazada con ese palabrerío que le fascina a los pedagogos, como el de las competencias, los indicadores de logros, etcétera— en impartir una educación basada en contenidos y dividida en asignaturas rígidas que parecen divorciadas. Es tiempo ya de buscar nuevas metodologías de enseñanza, más holísticas y menos fragmentarias. Pero todo eso también implica sacudirnos la pereza y lograr botar a ese monstruo que, hoy por hoy, acecha esa visión de educación uniformadora y plana que conduce a la producción.
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