Lengua española: entre la corrección política y la conservación de valores puritanos


Leo de SoulasNo usaría lenguaje inclusivo porque me parece una forma artificiosa de provocar cambios en la lengua; y demostrado está que todos los fenómenos lingüísticos que conllevan un movimiento dentro de la dinámica de cambio de cualquier lengua no funcionan a capricho de un sector determinado, máxime si este sector trata de congraciarse con diversos grupos desde la corrección política.

Cualquiera que haya estudiado con seriedad los fenómenos lingüísticos sabe que los cambios diacrónicos surgen de forma espontánea y se van afianzando con el uso que las colectividades van dándole de manera inconsciente, esto en un largo proceso que rebasa los límites de la vida humana en promedio. De ahí que no sea posible que un pequeño grupo realice consensos para decidir, de un día para otro, cuál es la forma en que nos expresaremos «de aquí en adelante».

No se trata de intolerancia ni nada que se le parezca. Lo que se quiere decir es que no se puede imponer por decisión política cómo es que las personas deberían de hablar. En todo caso, los grupos que impulsan el uso del lenguaje inclusivo tienen legítimo derecho de hablar como les plazca. La cuestión aquí es si estos grupos tendrán la suficiente fuerza para permear dentro del inconsciente colectivo; y así, dentro de unos pocos años, conseguir que toda la comunidad de hablantes utilice su propuesta desde la espontaneidad y no como imposición política.

En el otro extremo tenemos a una academia de la lengua española, puritana, que aprovecha la ocasión para sacar las uñas y demostrar de lo que está hecha al pretender «prohibir» el uso de la e y el signo de arroba dentro del lenguaje inclusivo, luego de que, por años, se ha vanagloriado de «no imponer» sino «sugerir» los usos. Claro que esta actitud autoritaria que a veces adopta esta institución no viene a echar por tierra los esfuerzos concienzudos de muchos académicos brillantes que se han quemado las pestañas por hacer aportes significativos en la estandarización del castellano y su comprensión evolutiva.

Lo cierto es que, como institución, pareciera que la RAE tiende a regresar a ciertas tendencias correctivas y normativas que hoy —y diga lo que diga— no parece haber superado del todo. Esto tampoco puede causar mucha extrañeza en una institución ultraconservadora que aún hoy se hace llamar con el pomposo nombre de «Real» y que parece más bien, en asuntos de la lengua, preservar los valores nobles de la dinastía borbónica. De ahí que la Academia Española —despojándola de todo título nobiliario y purpureo oropel— debe evitar convertirse en una nueva inquisición de la lengua, porque para inquisiciones fue suficiente la que aportó contra el libre pensamiento y que sumió a la nación ibérica en el retraso durante trescientos años en la Europa iluminada.

Antes de caer en la tentación de poner o imponer normas, la Academia Española debería limitarse a observar el fenómeno lingüístico y, a su vez, tomar en cuenta que su papel no debería ser rector, sino más bien el de un observador atento de estos fenómenos para determinar si no son más que una «moda» o si en verdad calarán profundamente dentro de las comunidades.

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