Teatro hecho con cristal frágil


Leo

Guatemala es un país que, por diversas razones históricas, no ha logrado establecer una tradición teatral ni ha creado la dinámica de otros países latinoamericanos donde se mantiene vivo y pujante un movimiento artístico que año con año gana más espacios. No hay que olvidar que el conflicto armado representó la interrupción del movimiento que se había comenzado a gestar ya en la década de 1970, por lo que no debe extrañar que gran parte del teatro de los años noventa y del primer decenio del presente siglo se haya enfrentado a la problemática de cómo volver a atraer un público que se había dormido en su ostracismo.

Como en otros ámbitos de la cultura y de la vida social en general, pareciera que el fenómeno del “teatro ja, ja, ja” es tan solo un síntoma de la descomposición social en que vivimos,  puesto que denota a un público, capitalino principalmente, que no demanda un espectáculo teatral como objeto cultural y como creación artística, sino más bien como producto de consumo y desecho, o como medio para otros fines, ya sea comerciales, religiosos, didácticos, políticos o, sencillamente, para evadir los problemas que nos urgen resolver. Lamentablemente, la misma gente de teatro ha puesto su grano de arena y tiene su cuota de responsabilidad bastante grande en este fenómeno, lo que podría interpretarse como una forma de suicidio o de autoinmolación que se manifiesta en puestas en escena de mala calidad, pérdida de espacios escénicos valiosos y apatía generalizada.

Tampoco significa esto que todo dentro del medio teatral sea negativo. Por el contrario, siempre hay grupos y artistas comprometidos que, de alguna u otra manera, están trabajando en contra de la corriente, ya sea en los teatros convencionales establecidos o bien abriendo espacios alternativos que, hoy en día, llegan a otras ciudades e, incluso, a áreas rurales y marginales. En ese sentido, la visión para el futuro quizá pueda ser un poco optimista, siempre y cuando la actividad se diversifique y el gremio teatral se centre en objetivos que vayan más allá que el de suplir sus necesidades económicas inmediatas. No así, situándonos en el presente, resulta triste asistir a las salas de teatro y observar que una buena producción, en la que se ha invertido dinero y tiempo, pasa casi inadvertida por la ausencia de un público que, ante la mala reputación generada, prefiere visitar un centro comercial y no darse una escapada, por lo menos por pura curiosidad, para ver qué produce nuestra gente.

Hago este preámbulo a manera de reflexión sobre la propuesta escénica del grupo Centauro, con motivo de sus 28 años de existencia, puesto que es uno de los pocos colectivos teatrales estables que se han caracterizado no solo por sus producciones bien cuidadas, sino por su interés de llevar a escena trabajos serios e interesantes. En este caso, hablo de la puesta en escena El zoológico de Cristal, del dramaturgo estadounidense Tennessee Williams, que se encuentra en temporada en el Teatro de Cámara Hugo Carillo, del Centro Cultural  Miguel Ángel Asturias.

Sin embargo, en esta ocasión no pienso detenerme en aspectos relativos a la adaptación, como lo hice en uno de sus montajes anteriores, sino más bien en otros valores que, desde mi punto de vista, hacen de este trabajo un montaje interesante al cual vale la pena asistir.  Para comenzar, si tuviera que clasificar el tipo de teatro al que este montaje corresponde, lo incluiría dentro del teatro académico, pero no se entienda como tal a un teatro gastado y aburrido, sino más bien al tipo de montaje que presenta a un autor canónico dentro de la dramaturgia universal. Si dejamos a un lado el estereotipo, o más bien prejuicio, al que suele ir asociada la palabra academicista, en la propuesta del grupo Centauro se puede respirar la vitalidad de personajes a través de los diferentes matices de emociones que presentan en el desarrollo de la trama.

El argumento, sencillo: una madre dominante, Amanda Wingfield, pretende dirigir la vida de sus hijos. Insta al hijo varón, Tom Wingfield, para que lleve amigos a la casa, con la esperanza de que conozcan y enamoren a una hija tullida, Laura Wingfield, quien para evitar su triste realidad personal de minusválida, se refugia en su colección de figuras de cristal. Tom Wingfield, quien planea abandonar su casa, invita a cenar a su amigo de la secundaria, Jim O’connor, un muchacho popular de quien Laura se había enamorado durante la época de estudiantes. La madre propicia un encuentro a solas entre la pareja y luego de que Laura le confiesa su amor a Jim, este se excusa con el pretexto de que tiene otro compromiso, destrozando así las ilusiones de la tullida, cuyo rechazo le afecta y la termina de convencer de que nadie merece su amor debido a su incapacidad física.

El aspecto más relevante de esta puesta en escena y en el que me voy a detener es el estilo de la actuación. Son personajes trabajados desde la vivencia, desde las vísceras, muy al estilo stanislavskiano, pero ojo, porque cualquier “entendido” en la materia podría pensar que la técnica de Stanislavsky es pasada de moda y merece ser superada.

Al respecto, me gustaría aclarar que, desde mi punto de vista, todas las técnicas de actuación son aportes valiosos. Si bien es cierto que Stanislavsky fue el primer teórico en proponer una técnica de actuación como tal, sin la cual no hubiese sido posible que él mismo le diera a su propio método el viraje hacia las acciones físicas, es un error pensar que, por ser pionero, sus primeros intentos de sistematizar una herramienta de trabajo para el actor se tengan que menospreciar. No hay que olvidar que la técnica stanislavskiana fue una especie de estadio necesario para que se desarrollaran otras técnicas a lo largo del siglo XX, las cuales rebasaron el realismo ruso finisecular en búsqueda de una representación más expresiva. En otras palabras, los principios y postulados de la técnica están ahí y pueden ser aplicados si las mismas exigencias del trabajo lo requieren.

De nuevo hago toda esta digresión precisamente porque uno de los puntos más interesantes de la puesta en escena a la que hago alusión es la manera tan limpia como fue trabajada esta técnica, principalmente en los personajes femeninos, que acaparan la atención: son personajes contenidos, personajes que más que manifestar las emociones de manera explícita, las sugieren. No por ser una madre dominante, Amanda Wingfield, interpretada por la versátil actriz Marylena Jerez, expresa conductas fuertes en el escenario. La mayor parte del tiempo es suave y ligera, pero dentro de esa ligereza, dentro de esa suavidad, logra imponerse. No necesita de recursos físicos muy complejos para hacerlo, puede ser suficiente la acción de zapatear discretamente para hacer sentir su presencia. Lo mismo sucede con Laura Wingfield, encarnado por María René Díaz, quien a mi parecer nos muestra al personaje mejor logrado: el detalle de su discapacidad, la pierna tullida, logra convencer por su realismo. Además de no perder esta característica, en ningún momento se percibe como un artificio teatral. Pareciera que es parte de su naturaleza. Mantener esa actitud corporal sin que parezca forzado, sin que se mire sobreactuado, requiere mucha disciplina y concentración en el trabajo vivencial. Pero, más allá de este rasgo físico, convencen sobremanera, casi conmovedoramente, sus momentos de ensimismamiento junto a su colección de animales de cristal y toda la gama de emociones que sabe transmitir. A mi parecer, ya sea consciente o inconscientemente, la técnica de actuación está muy bien trabajada en los personajes femeninos y poder trabajar con tanta precisión a Stanislavsky no es tarea fácil, como cualquiera podría imaginar. Es difícil porque el actor, en este caso las actrices, deben de adoptar hasta los mínimos gestos de una manera natural. El trabajo debe ser, entonces, una especie de zurcido paciente y delicado en el que cada urdimbre debe estar en su lugar, de lo contrario deja de convencer. Y claro, hay textos, como las obras de este autor, que serían muy difíciles concebirloss trabajándolas de otra manera.

En el caso de los personajes varones (Tom Wingfiel, representado por Nery Aguilar, y Jim O’connor, interpretado por Renato Martínez) también hay una búsqueda de sus personajes, hay una contención de emociones que resulta interesante, no obstante, sin llegar a alcanzar el mismo nivel de credibilidad que los personajes femeninos. Puede que esto se deba al énfasis y valor expresivo que el dramaturgo mismo otorga a sus personajes mujeres, pero en fin, caminando en la misma línea, un trabajo de actuación con mucho mérito, aunque bien valdría la pena que revisaran su dicción.

Fernando Juárez también se luce con su excelente trabajo de dirección escénica, pues la plástica propuesta resulta bastante interesante. Más allá del uso de elementos realistas, lo descollante fue el uso del segundo plano que actúa paralelo al plano realista de las acciones. Muy acertada la intervención de las figuras de cristal vivas que se ubican a un nivel superior. Esto convierte el montaje en un interesante discurso simbólico que trata de captar el universo complejo del dramaturgo, pero al mismo tiempo muestra la concepción estética bastante elaborada del director. Unicornio de vidrio, pingüino de vidrio y Guacamaya de vidrio, interpretados respectivamente por Levi Calderón, Luis Pedro Santis y Leonardo Palencia, reaccionan con movimientos zoomorfos sutiles a las emociones experimentadas por el personaje. Al cobrar vida estos personajes nos muestran al instinto aprisionado dentro de sus cuerpos de cristal, frágiles y delicados, como el cuerpo mismo de Laura, cuya fuerza instintiva bulle por salir.  Y el clímax de la obra se va preparando entre el juego infantil entre Jim y Laura que culmina con la caída que provoca la ruptura del unicornio. Al perder su cuerno, el unicornio queda desnudo y, al mismo tiempo, despojado de su rasgo más precioso, que lo diferencia del resto de animales del zoológico de cristal. La fantasía se pierde y el precioso unicornio pasa a ser un caballo común y corriente. La ilusión de Laura se pierde también e irremediablemente toma conciencia de su realidad. Con las esperanzas destrozadas tras el rechazo de Jim, que ocurre inmediatamente después de este quiebre —quiebre del cuerno y quiebre de su propio ser—, su subterfugio es regresar al cuidado de sus figuritas de cristal y olvidar, olvidar que un día pretendió vivir a plenitud.

Un apunte último sería la forma como fue trabajado el ritmo. Tanto en el teatro como en el ámbito cinematográfico es muy valorado el ritmo rápido, responsable, en gran medida, de dotar de vivacidad la composición. No obstante, hay casos especiales —y este es uno de ellos— en que la misma naturaleza de la pieza requiere un ritmo lento, pausado, que sin embargo, no cansa. Con esto se demuestra que no necesariamente el tan codiciado ritmo vertiginoso puede ser propicio para toda composición artística. Depende de la sensibilidad del director y los actores descubrir el propio ritmo de la pieza. Ni un poco más ni un poco menos. Y ese fue también uno de los aciertos de la puesta en escena, tener el tiempo exacto, no tan lento que provocara un concierto de bostezos en el patio de butacas, pero tampoco tan precipitado, que atropellara insensiblemente los hechos.

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