Desde unos días antes del 27 de marzo, comencé a recibir mensajes de felicitaciones por la celebración del Día Internacional del Teatro, tanto por parte de compañeros que bregamos en este mismo oficio así como por personas que son completamente ajenas a él, hecho que, por supuesto, me llena de mucha satisfacción y que agradezco de estas maravillosas personas. Sin embargo, más que celebrar, considero que esta es una ocasión que queda como anillo al dedo para que todos los que nos decimos “teatristas” reflexionemos hacia dónde vamos con nuestra actividad.
Hace apenas algunos días, me enteré que a la Escuela Nacional de Arte Dramático, uno de mis establecimientos de formación media y lugar de trabajo años más tarde, le han restringido más espacio del poco que ya tenía en el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias. Esto me dio mucha pena, porque amén de las condiciones pedagógicas inapropiadas para recibir clases, la ENAD ha sido el eterno judío errante de las escuelas de arte en Guatemala, pues desde que tengo memoria, es decir, desde que entre a estudiar a esa institución y supe de su existencia en 1989 —porque quedaba cerca del Aqueche, donde terminaba mis estudios de magisterio—, ha sido el “patito feo” del Ministerio de Cultura y Deportes.
En mi época de estudiante, me tocó salir a protestar a las calles para que nos dieran el espacio en el que está actualmente, porque las amenazas de cerrar la escuela ante no tener una sede eran latentes desde aquel entonces. Luego, trabajé ahí durante cinco años, ganando un sueldo de miseria y más por amor a mi antigua escuela, hasta que fui destituido sin que el Ministerio me diera un solo centavo de la indemnización a la que tenía derecho como trabajador del Estado. No obstante regresé a mi antigua escuela a dar un curso de estética ad honorem. Para ese entonces, a los maestros ya no se les pagaba regularmente. Hace unos pocos años, los maestros tuvieron que parar labores, pues el Ministerio les debía varios meses de sueldo, el mismo sueldo miserable que ganaba cuando dejé de trabajar hace ya más de diez años. Además, la situación de miseria es angustiante: no hay insumos, no hay dinero ni para fotocopias ni para comprar hojas. Una situación caótica y deprimente.
Hará unos diez años, me enteré que el Ministerio había dispuesto de un terreno en el Centro Cultural para, por fin, construir el edificio; pero todo quedó en pura utopía. El edificio se comenzó a construir, pero con el cambio de políticas por parte de los gobernantes de turno, el sueño se hizo añicos. El edificio le fue adjudicado a la Escuela de la Marimba y de ahí, me parece, que a esta escuela tampoco se le hizo realidad. Lo cierto es que la ENAD sigue, como mendicante, deseando las dádivas de un Estado al que no le interesa la cultura.
Este es tan solo un ejemplo de la importancia que para los gobiernos de turno ha tenido la cultura en el país. Recuerdo que hace poco discutíamos con un amigo sobre la falta de políticas culturales en un país como el nuestro. Recuerdo que él me criticaba porque, supuestamente, esperábamos que el Estado nos diera todo. Claro que yo no soy partidario de un modelo de Estado benefactor, al que haya que recurrir para todo. No obstante, creo que mientras un Estado carezca de políticas culturales, poco o casi nada pueden hacer los artistas para mejorar su estatus y situación. Claro que, como lo decía Luiz Tuchán en su manifiesto de poetas escénicos en decadencia, el cual redactó con motivo a la conmemoración de este día, la estrategia de nuestro gobierno es presentar pan y circo para mantener dormida la conciencia, no solo individual, sino colectiva. Un teatro que vaya más allá del espectáculo de risa barata es visto, por las clases dominantes, como subversivo.
Lo triste de todo es que muchos de los colegas, con tal de subsistir en un medio tan degradado como este, han caído en el juego de poder y se han convertido en bufones de corte, faltando el respeto a su profesión y vendiéndose al mejor postor. No es de extrañar, entonces, que vivan tropezándose con negociantes marrulleros que los viven estafando, sin que puedan defenderse ante la ley. Nuestro arte está degradado a tal punto que solo puede competir con las ventas informales callejeras, que sobreviven en la sombra de la informalidad. Y luego, es penoso ver cómo grandes figuras, grandes talentos, llegan a la vejez sin ningún seguro social, olvidados, derrotados por un sistema voraz que carece por completo de sensibilidad estética. En el fondo, ¿a qué país que se muere de hambre o que está demasiado enajenado con las pobres políticas culturales que ofrece un grupo al que solo le interesa mantener el dominio, le interesa reconocer y recordar a sus artistas?
Entiendo que el artista quiera vivir de su arte, entiendo que quiera volverlo un estilo de vida, pero en una realidad cruenta como la de nuestro país se encuentra ante una disyuntiva: o renuncia a él o termina prostituyéndose. Lamentablemente, los valores estéticos no siempre congenian con los valores económicos, por más que se quiera terminar forzando la ecuación.
Admirable, por otra parte, el trabajo quijotesco que muchos grupos realizan desde la marginalidad; y con esto no me refiero, necesariamente, a áreas urbanas desfavorecidas o a áreas rurales, aunque también se incluyen. Lo triste es que muchas de estas expresiones, al final de cuentas, están condenadas a morir dentro de la marginalidad. O, incluso, a veces pueden caer en manos de organizaciones que los utilizan como medios para expresar otros fines ideológicos. De ahí que, por ejemplo, me parezca sospechosa, la ayuda “incondicional” que ofrecen embajadas europeas u organizaciones no gubernamentales, con trasfondos políticos e ideológicos que no siempre son bien claros. No obstante, por este medio se han logrado crear propuestas escénicas más serias, aunque tengan como fondo por parte de estas instituciones, fines utilitarios de carácter sociológico o antropológico, más que la realización de valores estéticos.
El problema con el arte, y con el teatro específicamente al ser reflejo de la sociedad en la que nace, es que fácilmente puede sacrificar los valores estéticos por valores de otro orden, desde los económicos hasta los ideológicos. No se trata ya de hacer arte, se trata de hacer dinero, de maquilar obras, de hacer psicología, de hacer sociología, de hacer antropología, de servir de medio para la transmisión de ideas políticas determinadas por otros grupos ajenos al mundo del arte. Pero el arte y el teatro no se excluye de esto, aunque se emparente con psicologías, con sociologías, con antropologías, con ideas políticas, con el lucro de un sistema de producción, deja de serlo cuando los valores utilitarios de cualquier índole desplazan a los valores estéticos. Así, pues, hay que ser cuidadosos, porque formas de prostituir al teatro, hay tantas que ni el mismo artista puede ser consciente de ellas, principalmente en un medio donde se juegan tantos intereses ocultos. Pienso, humildemente, que un reto para los que de alguna u otra forma nos hemos dedicado en algún momento de nuestra vida a esta actividad sería el de nunca dejar que nos utilicen para otros fines extra artísticos. Quizá así y solo así, nos ganaremos el respeto que hemos perdido; quizá así y solo así, contribuiremos a que nuestro arte salga de la antesala de la muerte; quizá así y solo así, por fin logremos empezar a hacer un movimiento artístico honesto.
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