Quizá algunos vean como una exageración y hasta una irresponsabilidad de mi parte no haber leído aún todos los relatos de Lucia Berlin y, sin embargo, apresurarme a afirmar que es una de las mejores cuentistas que he leído.
«El secreto mejor guardado de la literatura estadounidense», como la llaman algunos editores sensacionalistas, fue descubierto en nuestro idioma póstumamente —ella murió en 2004— y desde entonces no ha dejado de ganar lectores. Ya sea en foros de internet o en conversaciones literarias, cada vez son más las personas que me preguntan: «¿Y ya has leído a Lucia Berlin?»
Lo cierto es que en Latinoamérica y España todo empezó con algunas excelentes estrategias de marketing en redes sociales y uno que otro artículo publicado en medios «serios» como Babelia de El País o El Clarín. Todo esto ha incentivado su reconocimiento internacional, pero a quienes la leímos porque nos dejamos seducir por la exageración de las contraportadas, ella también nos demostró su valía.
Recientemente supe que en la etapa final de su vida Lucia llegó a ser profesora de la Universidad de Colorado, pero al leerla, estereotípicamente, me la imagino como una madre soltera terriblemente inestable, viviendo de trabajos asalariados mediocres y hundida en el alcoholismo. O al menos eso fue lo que me revelaron hicieron suponer sus cuentos.
Manual para mujeres de la limpieza es el único libro que he leído de Lucia Berlin, compuesto por 43 cuentos (que son la mayoría conocidos hasta ahora). Los argumentos más cliché que podría usar a su favor serían «Por su originalidad inigualable», o talvez «Por sus personajes muy bien elaborados», pero la verdad es que ni una cosa ni la otra. Y, de hecho, me parece que en ese sentido ella no tiene nada de extraordinario, comparado a otros autores contemporáneos y coterráneos suyos que son Maestros y Maestras —con M mayúscula— del relato breve, y que más bien es resultado de todos ellos.
Haciendo salvedad de la rica heterogeneidad de géneros y temáticas de la narrativa estadounidense, en Lucia Berlin resulta fácil adivinar —o inventarse— influencias de fondo y forma que pasan desde lo menos sureño de William Faulkner, Flannery O’Connor y Carson McCullers («Mi Jockey», «Apuntes de la sala de urgencias, 1977», «Perdidos») hasta lo más melancólico y decadente de J. D. Salinger y John Kennedy Toole. («Inmanejable», «Toda luna, todo año», «Melina», «Luto», «Su primera desintoxicación»).
Si nos pusiéramos un poco más exquisitos y rebuscados, hasta podríamos encontrar el ADN juicioso y moral de John Steinbeck en más de alguno de sus cuentos («Dentelladas de tigre», «Penas», «Buenos y malos»). Y aunque carece del cosmopolitismo «neoyorkino» de los cuentos de Dorothy Parker o Francis Scott Fitzgerald, los suyos fotografían fidedignamente los espacios urbanos de esa otra Estados Unidos más latina, chicana y del Medio Oeste («Lavandería Ángel», «Manual para mujeres de la limpieza», «Temps Perdu», «Perdidos», «Atracción sexual», «Apuntes de la sala de urgencias, 1977» y la mayoría de los cuentos de su primer libro, saliéndose, incluso, a Latinoamérica: «Buenos y malos», «Amigos», «Toda luna, todo año»); que no son, como casi toda la literatura traducida a nuestro idioma que se popularizó en el siglo XX, ni de Nueva York y/o sus alrededores ni del Sur que inspiró a García Márquez para crear Macondo.
†