Aunque nada perdure: conjunto monumental escultórico a Edith Grøn


Karly Gaitán Morales_ perfil Casi literal[Foto de portada: Luza Alvarado]

No solo poesía y literatura en general en todos sus géneros es el producto principal de exportación de Nicaragua. Nuestros máximos exponentes en el exterior han figurado también en el mundo desde el campo de los deportes hasta la alta moda jet set y el cine, pero en las Bellas Artes ha habido muchos cuyas obras, por alguna razón, quizá no han estado entre las listas de esos productos «de exportación» y se han quedado en Nicaragua, mas no por eso están fuera de las grandes calidades que esta tierra ha producido.

Este es el caso de la escultora Edith Grøn, de origen danés y nicaragüense por total adopción porque llegó a Nicaragua en 1923 de la mano de sus padres, con solo seis años de edad, y aquí vivió hasta los 73 años, cuando falleció. Nicaragua se vistió de su obra escultórica por muchas décadas ya fuera por pedidos que ella recibía de las instituciones estatales o por solicitudes privadas. Con estudios de escultura en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Nicaragua y otros estudios artísticos en la Academia de San Carlos en México y en la Universidad de Columbia, en Nueva York, Edith fue durante muchos años considerada la «escultora nacional», nombre que nunca se le llegó a conceptuar como apodo oficial y los homenajes, la recordación efemérica y la escultura dedicada a ella son asuntos que siguen en la lista de los deberes pendientes en nuestra cultura nacional.

Sin embargo, de su obra permanecen valiosas piezas que dan testimonio de su trabajo: el busto (o «retrato» como ella originalmente lo nombró) de Rubén Darío, una entre las hermosas y bellas piezas que componen actualmente el Salón de los Cristales del Teatro Nacional Rubén Darío; el cacique Diriangén (rey amerindio y uno de nuestro primeros héroes nacionales, que vivió entre de 1497 y 1523, aproximadamente), pieza que estuvo mucho tiempo en el famoso parque infantil Las Piedrecitas de Managua; el personaje La Vaquita, del folklore de Nicaragua; el joven héroe de la batalla de San Jacinto en la Guerra Nacional de 1856, Andrés Castro, que da ahora recibimiento a los visitantes en el museo que se ha erigido en esa finca, la cual es hoy un patrimonio nacional; el monumento al general José Dolores Estrada, personaje de aquella misma guerra que se ubica en los alrededores de la laguna de Tiscapa, en Managua; el conjunto monumental del traspaso de la antorcha de la libertad en la plazuela, frente al antiguo Palacio de Comunicaciones, Correos y Telégrafos de Managua (edificio tipo neoclásico inaugurado en 1948 y sobreviviente del terremoto de 1972); el monumento a la Cruz Roja en el parque Las Palmas, de Managua; su dramática obra La piedad, el Monumento a la Madre y las esculturas de las máscaras del teatro griego antiguo en la pared exterior del Teatro González de Managua (edificio hoy en ruinas); entre otros.

Así se cuentan muchos otros monumentos y esculturas privadas que Edith esculpió para fachadas de edificios, bancos y panteones que creó de forma anónima y son los testigos de esta creación incansable, siempre iluminada y en furor creativo en el que vivió rodeada entre el humo de su cigarrillo y sus modales silenciosos y discretos, pues nunca fue artista de multitudes ni de sentarse a recibir adulaciones, sino que, martillo y cincel en manos, su felicidad estaba en suavizar y modelar las almas de las duras piedras.

Entre las esculturas «desconocidas» de Edith se encuentran las de los cementerios, y para «descubrirlas» basta irse a recorrer de forma personal —con mucha paciencia y buen ojo— el antiguo Cementerio General de Managua o el Panteón Nacional San Pedro, en donde el visitante puede ver entre una tumba y otra alguna escultura de Grøn que luce callada, porque es una pieza que no está en los libros de historia ni en los catálogos de arte ni en los registros nacionales. En estas le posan niñitos desnudos que juegan y que no se avergüenzan de sus inocencias, biblias con textos de esperanzas y angelitos que las leen con sus caras curiosas e infantiles, o liras y vírgenes y santos, todos con el crédito de Edith escrito o al pie de la tumba o en las lápidas; y así se descubren alrededor de una decena de encargos privados.

¿Cuántas esculturas suyas habrá en estos cementerios de los que nadie tiene registro porque fueron trabajos de los que nunca se tuvo apuntes, facturas o listados oficiales? ¿Cuántas de estas obras «desconocidas» desaparecieron para siempre en el terremoto de 1972? La obra de Edith está incompleta en su catalogación y vacía aún de críticas de arte.

A pesar de ello, en este año 2020 no han faltado dos hechos importantes al cumplirse los primeros treinta años de su fallecimiento ocurrido en Managua el 15 de marzo de 1990: el primero es la creación de la Ruta Turística de los Monumentos «Edith Grøn», que ha realizado la Alcaldía de Managua y se compone de un circuito por cinco de los monumentos históricos esculpidos por Edith entre 1959 y 1964, que sobrevivieron al fatídico terremoto que arrasó para siempre la vieja Managua en 1972. Muchas de esas piezas lucen en ruinas o con pinturas estridentes que han arruinado sus matices originales, mientras que otras fueron vandalizadas o dañadas por el tiempo y la falta de mantenimiento, pero se encuentran en restauración.

Y el segundo hecho importante fue la publicación de la obra literaria del autor nicaragüense José Adiak Montoya, la novela Aunque nada perdure, publicada por Seix Barral (Grupo Planeta). Esta obra constituye la simulación de una biografía de Edith Grøn. Con toda maestría y licencia literaria, el autor la inicia con el documento en el que se avisa al lector que lo que se va a leer es la historia de una migración que marcará desde ahí y para siempre a un personaje que se sentirá toda su vida una extranjera en el lugar donde llegó desde muy pequeña, y pese a que el país de acogida le dio todo lo que un migrante deseara obtener, que va más allá de unos papeles que garanticen su estadía legal. Para Edith, Dinamarca siempre fue un sueño lejano y ajeno —era el de sus padres, ella casi ni recordaba su corta vida en ese país— al que le gustaba recurrir para la paz de su alma y sentirse arropada en un hogar que nunca fue el suyo.

La novela se ubica en tres tiempos y un cuarto tiempo solapado: 1931, cuando la niña Edith, cariñosa, rubia y llena de candidez, vive un episodio trascendental en su vida, además del hecho de descubrir que tiene la facilidad de modelar muñequitos con el barro; 1956 cuando es elegida para ser ella la escultora del monumento al héroe nacional Andrés Castro; 1989, cuando una enferma Edith reflexiona sobre toda una vida en Nicaragua y sobre el quehacer del arte y la vida; y un cuarto tiempo ubicado en Dinamarca antes de 1923 en el que se cuenta la vida de sus padres, pero que solo aparece en los recuerdos de los personajes; es decir, no salen de las manos del autor. O eso es lo que José Adiak Montoya con su cincel creativo hace creer al lector, llegando a confundirlos sobre las cuotas de realidad o ficción de la novela. La línea es demasiado sutil para lograr definirla.

Y Montoya lo hace con una excepcional ambientación de la vieja Managua —un ciudad que el autor de la novela no conoció porque nació quince años después del terremoto que la destruyó—, de la vida de una artista y de su taller lleno de humo de cigarro, un asistente discreto que ofrece bebidas a los visitantes y enormes bultos cubiertos de sábanas blancas —sus proyectos que estaban literalmente en construcción— escondidos con recelo bajo las telas, así como un novio no puede ni conocer el vestido de la novia ni ver a la novia antes del casamiento para no atraer a la mala suerte.

Y entonces aparecen el rostro, la voz, los sentimientos de un personaje que tampoco el autor conoció porque murió cuando él apenas tenía dos años de edad; sin embargo, el narrador omnisciente salta del pensamiento de Edith a lo que ella siente y recuerda, hasta los hechos históricos con sus fechas que delatan cierta investigación documental previa a la escritura de la novela. Y en esa confusión con el hecho de su narrativa giran las páginas de esta obra literaria, siempre llenas de recuerdos y de unos hechos narrados casi siempre en un tiempo presente perfecto, uso del tiempo que ambienta como en una obra cinematográfica, en el que transcurren las puestas en escena en el tiempo intangible del «ahora mismo» y contribuye a una visualización del lector más completa de esta pieza literaria.

Edith Grøn, la Edith de la novela, adopta un protagonismo que no solo fue el de su vida como protagonista de su vida —que en realidad llegó a ser con su esfuerzo y decisión propia—, sino también modelada como una escultura, idealizada por el autor de la novela. Es de aplaudir la caracterización del personaje ficticio que realiza José Adiak y como un escultor —pero de letras, de párrafos y de imágenes y alusiones a hechos históricos— va caracterizando y modelando el barro con el que erige esta imagen de una escultora casi olvidada por las nuevas generaciones, incluso por la gente culta de Nicaragua.

Los espacios, el ambiente, los diálogos, el telón de fondo de las ciudades de Managua y de México, las obras de arte, los amigos y los personajes más importantes de su vida van rodeando la escultura principal y al finalizar la novela se encuentra cincelado todo un conjunto escultórico alrededor de Edith como una danza que corre a ritmo suave, y un golpe de realidad la congela en el tiempo, tal como se aprecia cualquier conjunto escultórico del mundo, con la acción en un tiempo estático plasmado en la piedra gracias a sus expresiones figurativas y realistas.

En esa modelación y trabajo pictórico y escultórico que sale de las manos de José Adiak Montoya se encuentra una obra literaria que modela un retrato y una escultura de cuerpo completo para quien no tiene hasta hoy una escultura en la que fue su ciudad, Managua, ni en ninguna parte del mundo. Son páginas de una biografía novelada que no corresponden a una narrativa apretada, sino que se disuelven estéticamente como una cinta se seda, se escurren y se traspasan de una época o un tiempo a otro sin que el lector lo haya podido percibir.

Es, Aunque nada perdure, el conjunto escultórico que faltaba para la escultora más grande que ha tenido Nicaragua y a quien el Estado no le ha erigido un digno homenaje en piedra a sus treinta años de fallecida y ya casi a un siglo de haber venido al país.

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