De las artes escritas, la poesía es la más solitaria. Como picapedreros de papel vamos por un camino con un anochecer eterno en el que somos conscientes del peligro por los ojos amarillos que, desde las sombras, nos ven pasar mientras los perros no solo nos ladran, sino que además nos tiran los dientes en silencio.
La poesía es un oficio peligroso, en especial para las mujeres.
Antes de 1950 —o por lo menos en Costa Rica— era difícil que las mujeres pudieran acceder a ella con la misma facilidad que los hombres. La poesía es un oficio peligroso para las mujeres porque estamos siempre enfrentadas a una enfermedad social compuesta por o: oposición, obstrucción, olvido y omisión. Porque nadie entiende que el tiempo es un gran lector y que de él depende el futuro de todo autor. Al final solo la obra es lo que queda.
En Costa Rica hubo dos mujeres que rompieron esos esquemas y que internacionalmente son leyendas por su voz y palabra: Eunice Odio, poeta; y Yolanda Oreamuno, narradora —y qué curioso que sus apellidos inician con esa letra o que nadie quiere llevar—. Hay una suerte de numerología con todo lo relacionado a ellas y que yo no había notado sino hasta que un amigo me hizo reparar en ese detalle.
Eunice Odio, poeta, ensayista y «mujer de lengua salvaje», como diría Chabela Vargas. Menos conocida que Yolanda Oreamuno, fue la iniciadora de lo que en poesía se le ha dado el nombre de «erotismo explícito», que se presenta en evoluciones paulatinas pero contundentes del surrealismo, la idílica metamorfosis de la palabra en estado de creación lúdica. En este estado, cada palabra se elige con sencillez pero sencillamente no ha sido elegida: todo tiene un valor semántico que conjuga palabra y razón.
Como su poesía, ella fue su propia máquina de misterio: nació en una San José rupestre y campesina en 1919 aunque su fe de bautismo diga que fue en 1922. Llevaba los apellidos Odio Infante, segundo patrocinio que se puso de moda ahora porque nunca lo usó, probablemente convencida de que no le hacía falta.
Y aunque su poesía era denominada «erótica», nada se sabe sobre quiénes fueron sus amores o si alguna vez tuvo una pareja establecida, por lo que su poesía es la mejor prueba de que no siempre el poeta escribe al amor. Lo que entendemos como erotismo podría ser la prueba de que a la hora de leer entendemos lo que deseamos porque el poeta no siempre está enamorado. Lo que sí es cierto es que su palabra se construye a sí misma con un ritmo interno poco usual: asonante en los medios, abierto en los extremos, palabras cuidadosamente escogidas como muestra de un incesante pensar que denota un constante desafío a lo que le rodea. Un estado que provoca un ludismo secular que permite identificar el delicado trazo de emotividad que crea un mundo nuevo a partir de pequeños elementos que lo cotidiano define como irreal.
Eunice Odio no podía ser menos: poeta, ensayista y periodista se convergen en páginas llenas de color. Para poder ser escritora primero tuvo que estudiar Educación en la Escuela Normal junto con otras estudiantes destacadas de su época, entre ellas Luisa González y Carmen Lyra, autoras que al igual que Yolanda Oreamuno también publicaron en la revista Repertorio Americano. Después tuvo que trabajar un tiempo como educadora al mismo tiempo que estudiaba Periodismo, acaso por tratarse de la carrera que más la acercaría a la escritora que quería ser.
Su poesía y sus ensayos son una mirada a lo que a ella no toleraba y ante lo que no estaba dispuesta a quedarse callada. En cierta parte no era feliz en Costa Rica, por lo que en 1947, cuando fue a Guatemala a retirar un premio de poesía, ya tenía claro que no volvería. Un par de años después obtuvo la cuidadanía guatemalteca pero pronto se fue a México, casi huyendo, nuevamente motivada por su eterna búsqueda del derecho a la expresión.
Siempre estuvo sola, y según uno de esos amigos que se mantuvo cerca de ella —pese a que ella misma hizo de todo para alejarlos—, la soledad era su acomodo, lo que más le gustaba. No es de extrañarse, entonces, que muriera sola en la bañera de su apartamento de la ciudad de México y diez días después de que nadie la viera por ninguna parte.
Pero su poesía quedó, viva y latente; y solo ahora —ahora sí— el tiempo le ha comenzado a hacer justicia.
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