Guatemala, inicios de 2019: la crisis política lleva años en espiral. Avanzamos y nos salen al encuentro los mismos monstruos criados y alimentados en casa, que ahora mutan en posibilidades más dantescas. Las sombras del conflicto armado interno no pueden esfumarse, se siguen criminalizando a los mismos actores, se siguen violando los mismos derechos. Aún existen resistencias contra el olvido, por más que el Congreso de la República baraje una reforma a la Ley de Reconciliación Nacional para que los militares retirados perseguidos por crímenes de lesa humanidad —las maldiciones imperdonables en el lenguaje de Hogwarts— tengan amnistía.
Según el sitio de International Justice Monitor, «entre 2008 y 2018, los tribunales guatemaltecos han dictado 16 veredictos en casos de delitos graves y han condenado a 30 exmilitares, comisionados militares y expatrulleros de la defensa civil de una letanía de delitos graves, como tortura, desaparición forzada, ejecución extrajudicial y agravada. Violencia sexual y esclavitud sexual y doméstica».
Todo ese terror de Estado fue cometido en ciudades y, sobre todo, en áreas rurales; y por supuesto que hay matices. «El prejuicio contra la población indígena existe desde hace muchísimo tiempo, y pudo aprovecharse el conflicto como un detonador de los sentimientos más racistas», afirmaba Carmela Curup en el Tercer Encuentro sobre Racismo y Genocidio: Genocidio, la máxima expresión del racismo, organizado hace algunos años.
Tocar a la impunidad con nombres y apellidos, no solo de militares sino de empresarios, hace temblar siempre a nuestra indecisa y frágil democracia —que además sigue siendo racista—, por no decir que muchos anhelan una democracia de cartón que tenga detrás a pequeños colonizadores-dictadores-hombres-blancos que ordenen en esta finca del siglo XXI.
Ruti G. Teitel, en Genealogía de la justicia transicional, expone: «En democracias débiles, donde la administración de sanciones y castigos puede provocar agudos dilemas sobre el estado de derecho, las contradicciones generadas por el uso de la ley pueden volverse demasiado grandes».
En los antecedentes de la iniciativa 5377 que quiere reformar la Ley de Reconciliación Nacional y es impulsada por un diputado con síntomas de Hitler, se afirma: «Lo más importante a destacar es que la amnistía debía permitir que el proceso de sanación del país se fortaleciera y nunca permitir que el tema se convirtiera en un generador de conflicto o enfrentamiento».
Más adelante, en la parte de Compromisos Internacionales, hay un falaz argumento: «Es importante señalar que Guatemala no ha firmado ningún tratado, convenio, convención o instrumento internacional a través del cual se hagan imprescriptibles los crímenes de guerra y los de lesa humanidad. Es legítimo, entonces, que todos los delitos (sin importar su naturaleza) sean objeto de prescripción de la responsabilidad penal, además de la extinción de las penas y de la persecución penal».
Lo anterior es retorcer la ley, levantar los hombros y estar convencidos de que todos estaremos desinformados todo el tiempo. Guatemala ratificó en 1994 la Convención Interamericana Sobre Desaparición Forzada De Personas, un delito de lesa humanidad que no prescribe porque se sigue cometiendo hasta dar con el paradero de la víctima. En 1986 ratificó la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, otro delito de lesa humanidad que deja secuelas de por vida. Guatemala también ratificó, en el 1987, el reconocimiento de la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La reconciliación que los grupos pro-militares promueven es un apretón de manos entre niños que han tenido una riña y se han raspado las rodillas. La reconciliación es una palabra superflua y cargada de cristianismo —búsquenla en el diccionario— que no admite una historia de dolor y destrucción, con la intención de dejar en un orden caótico una realidad que nos estalla como bomba en un autobús un lunes por la mañana.
Según Teitel, «Este tipo de políticas de reconciliación puede perfectamente acarrear consecuencias negativas en el largo plazo. Por ejemplo, la incitación a llegar a acuerdos sobre los reclamos por actos del pasado puede tener ramificaciones conservadoras. Tal enfoque puede socavar reformas políticas más amplias y en general puede que no ayude a echar las bases para el desarrollo de la democracia».
Teitel menciona que la justicia transicional implica un tratamiento no lineal de la dimensión temporal y que las transiciones son períodos atípicos de quiebre que ofrecen una elección entre narrativas en disputa. «El objetivo paradójico de la transición es deshacer la historia. La finalidad es reconcebir el significado social de conflictos pasados, en particular de las derrotas, en un intento por reconstruir sus efectos presentes y futuros». Ese reconcebir será siempre un proceso largo y nada fácil, pero no debería ser imposible.
Ramón Cadena, director de la Comisión Internacional de Juristas para Centroamérica, afirma que «la justicia es el mejor camino para sentar las bases de la estabilidad política, el estado de derecho y la democracia (…) Lamentablemente, esta iniciativa de ley —5377— demuestra todo lo contrario: el camino de la justicia sigue siendo largo y difícil de recorrer para las víctimas de violaciones graves a los derechos humanos cometidos durante el conflicto armado interno».
Lo que no hemos entendido es que ese conflicto nos involucra a todos y tiene repercusiones reales en la impunidad del presente.
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