Claro que se puede vivir en una dictadura


Noe Vásquez Reyna_ perfil Casi literalCuando nací, en 1983, en Guatemala y en muchos países latinoamericanos se vivían cruentas y militares dictaduras. Ahí está el internet para que nos cuente la otra parte de las historias negadas.  A veces me pregunto cuántas personas —y quiénes— fueron desaparecidas, ejecutadas extrajudicialmente, masacradas y violadas el mismo día que vine al mundo. Creo que es una pregunta válida cuando nos toca una herencia tan rancia.

Para las cosas prácticas, por supuesto que se puede vivir en una dictadura. Muchos de mis coetáneos y una generación anterior vivió su niñez en espacios de prudente silencio, en violencia sistemática disfrazada de sucesos aislados, en impunidad, corrupción y desmemoria. Se seguía trabajando, se iba a la escuela, se tenían amigos y, aunque los libros escaseaban, se seguía leyendo.

«La edad del conflicto guatemalteco, ese largo período entre fines de los setenta y fines de los ochenta (y un poco más), cobró entre sus víctimas a las librerías y, por supuesto, a los libreros. Fue una extinción menos perceptible, tal vez», narra Rubén Nájera en un texto incluido en Sophos 20 años.

A mí madre también la persiguió la famosa e impune panel blanca por las calles de la ciudad de Guatemala cuando era una joven madre trabajadora; logró entrar en una casa desconocida que le abrió la puerta. Me lo contó décadas después, cuando le pregunté por esos años que no hemos sanado y que aún tiene muchas historias por contar.

«La panel blanca era una herramienta de uno de los cuerpos policiales del Estado, la Guardia de Hacienda, que en teoría era la oficina encargada de detener el contrabando en las aduanas y en el mercado nacional; el licor clandestino fabricado por indígenas, especialmente. Pero eso era en papel. En realidad era una de las oficinas encargadas de capturar, desaparecer, torturar y asesinar a sospechosos de ser guerrilleros», como lo cuentan en este reportaje, aunque también les pasaba lo mismo a los disidentes. Aprieto los dientes cuando el señor Jimmy Morales menciona el delito de sedición en televisión nacional.

Ser guatemalteco de un estrato social bajo-medio con esperanza de progresar va cuesta arriba cuando la desigualdad campea. Es posible que a mis papás les costará continuar la universidad cuando nacieron sus primeros dos hijos, porque es harto difícil conciliar las facetas de la vida cuando no se tienen privilegios. Que amanecieran cadáveres en el campus central tampoco fue un aliciente.

«Bernardo Santos llegó hasta la morgue del hospital de Jalapa. Examinó los cadáveres de los veintisiete individuos. Se trataba de cinco muchachas y veintidós varones, todos muy jóvenes y bárbaramente torturados y mutilados. Por lo que ya le había tocado sufrir, no se inmutó. Fue revisando despacio los cuerpos de los varones, pero ninguno de ellos era el de su hijo», ficciona Víctor Muñoz en La noche del 9 de febrero, al hacer narrativa uno de los miles de casos de desaparición forzada que aún no han sido juzgados.

Hay mucha literatura disponible al respecto sobre ese terrorismo de Estado, como también hay intentos y acciones ahora mismo para que las dictaduras se instalen de nuevo. Cuando escribo esto llueve melancólicamente, fantaseo con que el país llora como lo ha hecho cada vez que se asoma a un abismo más profundo.

El sistema de impunidad, criminalidad y corrupción se restaura, vuelve a su normalidad. Mientras tanto, gran parte de la población seguirá sobreviviendo con jornadas laborales extendidas, prendiendo la TV para no pensar y no soñar, satisfaciendo apenas sus necesidades biológicas porque para las básicas ya se han fijado requisitos. Otros seguirán en sus burbujas hasta que alguna punta (revisen el hashtag #NuestraVozCuenta) les desbarate las paredes de espuma. La vida continuará, más jodida quizá, pero, como las plantas que rompen el asfalto y el concreto, se hará notar en el ambiente más hostil.

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