Esto significa ser niño en Honduras


Lahura Emilia Vásquez Gaitán_ Perfil Casi literalHoy se celebra el Día del niño en Honduras y lo que viene a mi memoria son los últimos acontecimientos ocurridos en el país, o talvez sean las escenas y voces del pasado. Cuando veo y escucho toda la parafernalia publicitaria y consumista, la vena amarga me contamina y me es inevitable cuestionar: ¿En verdad hay algo que «celebrar» cuando hablamos de los niños y niñas en este país? Las historias de adolescentes que conocí en el pasado regresan de golpe a mi mente y en días como hoy es propicio compartirlas.

A José Amílcar lo habíamos bautizado como niño «electrón». Ante la facilidad que tenía para cambiar de ubicación en centésimas de segundo, era de los estudiantes más indisciplinados de su curso. Siendo el mayor de cuatro hermanos, su padre se había ido mojado a Estados Unidos y durante un mes no se supo nada de él, mientras que su mamá estaba desaparecida (nunca supe cuánto tiempo llevaba ausente), por lo que su abuela ―una señora ciega de avanzada edad― era la cabeza de la familia. Todos se dedicaban a vender tortillas y recoger basura para intentar sobrevivir, pasaban los días en una barraca construida a base de cartones y pedazos de madera vieja, muy cerca del crematorio municipal. Un día apareció un cuerpo sin vida que podría ser la madre desaparecida y José Amílcar era el único de su familia que podía reconocer el cadáver. La señora había sido partida en pedazos con una sierra, la envolvieron en una sábana y la abandonaron en la periferia de una de las colonias más peligrosas de la capital. A los trece años, José Amílcar se saltaba de un solo golpe la niñez y vivía en segundos todo el dolor que podrían experimentar varias personas si juntásemos sus vidas.

Hace un par de semanas, un estudiante faltó a un examen porque habían matado a su padre. Dos días después, otro estudiante, con ojos llorosos, me decía: «Profe, tengo que irme, no creo que pueda completar la evaluación». Sin levantar su mirada me entregó un legajo de papeles y una hojeada me bastó para identificar los encabezados del Ministerio Público: eran análisis forenses. Con serenidad me dijo con voz austera: «Debo ir al entierro de mi hermano», un encostalado más, de los que cada día amanecen en Honduras, iba a ser enterrado a las dos de la tarde.

He escuchado muchas veces decir a las autoridades que las niñas y los niños en Honduras son víctimas colaterales de la terrible ola de violencia que azota al país; sin embargo, eso es encuadrar una realidad que grita, golpea y nos avasalla a todos en un marco que no le queda. Aún resuena en mis oídos la voz desesperada de la maestra de matemáticas: «Se las llevan, Lahura, ¡se las llevan! Se van a vivir a otro sitio». «¿A quiénes?», pregunté. «A las hermanitas de noveno y onceavo». Un jefe de la mara del sector donde vivían ya había raptado a una de sus hermanas, y para evitar que sucediera lo mismo con las otras dos, la familia decidió llevárselas a otro lugar. La migración forzada comienza desde adentro con pasos muy pequeños. Como ranas en una charca, las familias hondureñas saltan primero de un barrio a otro, luego de una ciudad a otra y así llegan a cruzar países enteros.

Hace un año, María y Jorge se ausentaron a clases durante un mes porque sus padres los «mandaron a pedir» de Estados Unidos. Según cifras de la Secretaría de Educación, cada hora un niño abandona la escuela por seguir el sueño americano. En los últimos cuatro años, 20 mil 358 estudiantes han emprendido el viaje hacia el norte y cuando son deportados el ciclo migratorio puede repetirse hasta tres veces; ese era el caso de ellos. En el ánimo de no perjudicarles más y con la falsa idea de que siempre hay maneras de recuperar unos contenidos académicos, los recibimos nuevamente en el instituto. Antes de que emprendieran el viaje por última vez, los hermanitos se resistían a salir del colegio y, a diferencia del año pasado (que se fueron sin hacer ruido), en esta ocasión, su llanto desesperado acaparó la atención de todos.

Las niñas y niños no sufren los «daños colaterales», son víctimas directas de la violencia. La migración forzada, desintegración familiar y la extrema pobreza no son más que sus consecuencias. Los estudiantes Mario Suárez y Gerson Meza fueron sacados de sus casas por personas que fácilmente podrían ser agentes de la Agencia Técnica de Investigación Criminal (ATIC). Ellos protestaban exigiendo al Gobierno de Honduras el bono estudiantil para transporte. Un día después los adolescentes fueron asesinados y se les encontró abandonados con evidentes señales de tortura: uno de ellos sin ojos y sin nariz. Según cifras de Casa Alianza, entre 60 y 70 infantes son asesinados cada mes en Honduras y de todas las autopsias realizadas en las morgues de Tegucigalpa y San Pedro Sula, en el período 2011-2017, más de 4 mil 400 correspondían a personas menores de 18 años.

Sara Castillo, de 15 años, también fue asesinada y torturada. No puedo describir la rabia e indignación que sentí cuando en plena televisión nacional uno de los representantes de la Fuerza de Seguridad Interinstitucional Nacional (FUSINA), en referencia al caso, decía que «la gran mayoría sí, son personas que desgraciadamente han decidido involucrarse en este tema de maras y pandillas, las utilizan para vender droga, para utilizar dinero de extorsión»; o sea, que en Honduras a las mujeres y a las niñas se les asesina por ser narcotraficantes, extorsionadoras, mareras y ladronas.

Si hay algo que vale la pena resaltar a propósito de los feminicidios es la enorme cantidad de niños y niñas que quedan en estado de orfandad. Cualquiera pensaría que en ausencia de sus madres, los padres asumirían la responsabilidad de criarlos, pero en una sociedad profundamente patriarcal y machista como la nuestra, eso solo ocurre en una minoría de casos. En Honduras, más de 266 mil niños son huérfanos, criados por abuelas, tías, vecinas o casas hogares. Cuando las voces oficiales justifican los asesinatos en contra de mujeres con argumentos que penalizan a las víctimas, otorgan motivos para que quienes asesinan, continúen haciéndolo. Peor aún, les deja un mensaje implícito muy grave: que las entidades que deberían rastrearlos, capturarlos, juzgarlos y penalizarlos no lo hacen, ya que su mirada está en buscar evidencia que sirva para culpar a las mujeres asesinadas. Si los órganos impartidores de justicia no asumen lo que les corresponde, entonces ¿qué se les está diciendo a los victimarios?

Quisiera decir que todas las historias anteriores son ficticias, pero quien ha vivido en Honduras sabe que son reales. ¿Qué es lo que celebramos hoy en el país con la tasa de homicidios de menores de edad más alta en el mundo? Habría que ser demasiado cínico o ignorante como para atreverse a felicitar a un niño o a una niña en Honduras. Con que los dejaran vivir sería suficiente.

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