Si se le preguntara a casi cualquier ciudadano de este país que haya tenido acceso a una educación básica (recordemos que hay grandes masas excluidas del sistema educativo, y no es por su culpa, como quieren hacer creer algunos voceros de la ignominia); si se le preguntara, decía, por uno de nuestros escritores, casi con seguridad respondería: «Miguel Ángel Asturias». Eso no significa que se le lea, ya que cualquier libro de texto incluye su nombre en el apartado de personajes ilustres puesto que ganó el Nobel de Literatura, algo que parece una ironía en este país de ignorancia y exclusión. Incluso las misses de los concursos de belleza locales mencionan sin titubear su nombre cuando a algún organizador se le ocurre la cínica idea de preguntarles por su escritor favorito.
El Nobel tampoco es demasiado leído fuera de nuestras fronteras. La escritura de Asturias no encaja con los cánones que persiguen los mercados editoriales y las masas de lectores que prefieren productos más ligeros para ocupar el ocio, pero lo suficientemente sofisticados para hacerlos sentir que encajan en estereotipos de cultura y refinamiento. Desde esa perspectiva, poco pueden decirles esos universos verbales, esas historias trágicas y maravillosas que gravitan entre los sueños y la parte más oscura de nuestra historia.
Hay también dos grandes enemigos de la imaginación creadora, y se han recompuesto de manera alarmante en los últimos años. Hablo de la moral y de la razón. La primera desea que todo lo que obtenga prestigio social, todo lo que se consuma, incluidos los productos de la cultura erudita y del arte, promueva ciertos valores que considera deseables. Y no hablo acá de religión, sino de corrección política. La mejor obra de Asturias tiene como centro el delirio y el riesgo. Pocas ideas de pacotilla podrán sacar de ella los nuevos inquisidores. Nada de «El universo conspira para que seas feliz», o «El amor está al alcance de la mano si sabemos ver». Y no me refiero a los libros de autoayuda, sino a textos cuyos autores son vendidos como profundos y a veces hasta como transgresores.
Y, como decía, está la razón. Solo parece válido el pensamiento organizado y sistemático. Se eleva el concepto a una categoría mayor dejando de lado los riesgos lingüísticos y estructurales, la imaginación y el desenfado. Solo se aprecia lo que se entiende. Por eso la mayoría de los libros que están de moda hoy en las librerías, los que ganan premios, los que son calificados como los futuros clásicos (acá cabría un emoji socarrón) son lineales y ligeros y dejan de lado aquellos logros y aquella ambición de todas las Vanguardias del siglo XX. Se pasan por el arco del triunfo un siglo entero, pues; y se instalan en la mejor tradición del siglo XIX.
Y es que es difícil leer a Miguel Ángel Asturias desde esas perspectivas, entre otras cosas, porque su obra se ubica en la zona de la libertad. Poco tiene que ver con la razón. Puesto que nuestro escritor, luego de superar algunas taras clasistas que plasmó en su tristemente célebre tesis, comprendió que era un ciudadano mesoamericano que provenía de una tradición muy rica pero soterrada durante siglos. Así participó en la traducción de los textos indígenas, se interesó por la historia de Guatemala y recordó los relatos que había escuchado de niño en un pueblo llamado Salamá.
De ahí en adelante, Asturias construyó una de las obras más radicales de cuantas se han escrito en Guatemala porque lo que hace es utilizar los recursos retóricos (por ejemplo, las reiteraciones) de las estéticas precolombinas y encajarlos en un discurso plenamente vanguardista. Las imágenes de los textos indígenas del siglo XV gozaban de una libertad expresiva que la literatura occidental solo alcanzó con el advenimiento del surrealismo en pleno siglo XX. La explicación es simple: Europa primero fue lastrada por la moral y luego por la razón (como nos está pasando en este desdichado tiempo). Asturias comprendió bastante bien esta disyuntiva, pero también la potencial confluencia. Así que su obra es una reivindicación de ese lenguaje que permaneció en la sombra durante siglos y al que en sus relatos y novelas intentó, de una manera poética y deslumbrante, dar continuidad.
Leyendas de Guatemala, Hombres de maíz, Mulata de Tal, entre otros, e incluso fragmentos enteros de sus libros más convencionales, son luminosos ejemplos de esta gran empresa creadora.
Pero Miguel Ángel Asturias está siendo olvidado. No se le lee, aunque se diga lo contrario. Tampoco es la solución hacer que unos pobres adolescentes tengan que tragarse El Señor Presidente en el sistema educativo. Sus libros son para lectores que ya han nacido, no para lectores en potencia. Y el problema radica en que en esta su patria los libros nunca han sido bien vistos.
Nació, por cierto, un 19 de octubre de 1899, hace ya 121 años. Sería bueno escucharlo siempre que podamos puesto que somos los guatemaltecos quienes mejor podemos leerlo, porque además escribió con nuestras palabras y nuestro acento. Nos dice más a nosotros, nos habla más a nosotros que a un chileno o a un español. Gran artefacto para el futuro, gran espejo de resonancia el que nos legó el Gran Lengua.
[Foto de portada: Dominique Roger]
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