Pequeña crónica de China (III)


Eduardo Villalobos_ perfil Casi literalLa anécdota es simple, quizás intrascendente: llegamos al atardecer a la muralla de Xi´an para ver las últimas luces de la tarde caer sobre la inmensa ciudad y sus interminables edificios. La muralla fue construida lo suficientemente ancha como para que pudieran transitarla carruajes de idea y de vuelta. Contratamos dos espacios en algo parecido a un carro de golf para que nos diera una vuelta completa por sus 14 kilómetros de longitud. Hubiese querido hacerlo en bicicleta, pero ni la hora ni las circunstancias propiciaron tal hecho. «Será la próxima», me dije. «Siempre hay que dejar algo pendiente para regresar», pensé, aunque retornar a China, lo sé, no es cosa de todos los años.

El frío del otoño, para alguien que proviene de la zona tórrida, siempre cala muy hondo, así que cuando el vehículo comenzó a moverse y el aire nos dio de lleno en el cuerpo comencé a tiritar como si estuviera en mitad de un invierno nórdico. Suelo quejarme a viva voz, y esa no fue la excepción. Agradezco siempre la paciencia de Karla, con frecuencia es la de un ángel.

Así que dimos una vuelta sobre la muralla, tocando cada una de sus cuatro puertas, que corresponden a los puntos cardinales. Las enormes avenidas y las cadenas de rascacielos se sucedían sobre las almenas entre el frío que me calaba hasta los huesos. Poco a poco la luz fue decreciendo hasta que el aire perteneció de lleno a la noche. Estridencias de neón invadieron la ciudad como si se tratara de esas antiguas lámparas que veíamos por todos lados, pero potenciadas en una versión futurista. Xi’an se nos presentó de una manera fastuosa en su noche otoñal. Me perdí, embelesado, en sus laberintos.

Al terminar el paseo, de vuelta en la puerta donde lo habíamos comenzado, la enorme torre que coronaba ese punto estaba ya iluminada. El carro nos había dejado unos doscientos metros antes y había unas tiendecitas con souvenirs. A un lado de la muralla, en una estrecha calle que daba a la parte interna de esta, en la terraza de un primoroso bar, escuchamos a un cantante entrado en años que interpretaba una canción muy hermosa. Como no entendemos chino, Karla me dijo que el estribillo se escuchaba como si se repitiera varias veces crème brulee. Y ahí estábamos, tarareando a modo de broma: crème brulee, crème bruleeeeee.

En la tienda le compré a Karla un pequeño peluche como recuerdo. Es un guardián de la muralla con su casco y su armadura. Está sonriendo y, sin el casco, exhibe una graciosa calva. Luego bajamos y buscamos la estrecha calle a la par de la muralla. Encontramos el bar y subimos a la terraza.

Habíamos pasado el día visitando los famosos guerreros de terracota, en las afueras de Xi´an. Anteceden la tumba del primer emperador que unificó China en el siglo III antes de Cristo: Qin Shi Huang. Acumuló tanto poder y dominó un imperio tan vasto que, al igual que los emperadores romanos, pensó que era dueño del mundo entero. Fue un guerrero sobresaliente. Sobrevivió varios intentos de asesinato y no vaciló en ejecutar a varios de sus hermanos y en quemar libros que consideró subversivos. Pronto la paranoia se apoderó de su calma. Pronto se obsesionó con la idea de la inmortalidad y terminó envenenándose lentamente por tomar cápsulas de mercurio que —se creía entonces— procuraban la longevidad.

Los más de ocho mil guerreros de terracota fueron construidos para resguardarlo en la vida eterna; pero, como decía, solo anteceden una inmensa ciudad que aún no ha sido desenterrada. Comienzan a asomarse garzas y acróbatas que prefiguran lagos y estancias de ocio. Se adivinan palacios y anchas avenidas. Y al final está la tumba del emperador, debajo de una inmensa pirámide de dimensiones egipcias, resguardada por arqueros, con un cielo donde las constelaciones están representadas con enormes piedras preciosas; y debajo, rodeando el sepulcro, está el mapa del mundo (de China) delimitado por ríos de mercurio.

No hay en este momento una tecnología que permita desenterrar con seguridad esta maravilla enterrada. Se piensa que no será posible acceder a ella en unos cien años. Probablemente nadie que esté vivo en este momento sobre la Tierra pueda ver la tumba de Qin Shi Huang.

El emperador no solo se preparó para el otro mundo, sino que dejó prefigurada una sucesión que durara milenios. No obstante, murió antes de tiempo y la dinastía que fundó apenas lo sobrevivió cuatro años. Su enorme tumba, aunque maravillosa, no es sino un imponente monumento a su fracaso. De hecho, es un inmenso monumento al fracaso humano. Cuidemos lo que cuidemos, amemos lo que amemos, logremos lo que logremos, estamos condenados, gracias a la muerte, a perderlo todo algún día.

Pensaba en todo esto en el bar junto a Karla. Se llama Love Garden. Ahora mirábamos a la gente que a esa hora recorría, como nosotros antes, la vieja muralla. Otro cantante, ahora más joven, nos deleitaba con canciones desconocidas pero sonoras. Me tomé un gin tonic y ella un smoothie.

De pronto me dijo, viendo el muñeco: «Lo llamaré Crème Brulee». Sentí una placidez que todavía recuerdo, que recordaré siempre junto con ese momento. Lo que más atesoramos muchas veces es lo más simple porque, a fin de cuentas, independientemente de lo que logrés o tengás, todo se disipará como la niebla alguna vez (como le sucedió al gran emperador chino). Y es que la vida verdadera solo se construye en el aquí y en el ahora, estés donde estés.

¿Quién es Eduardo Villalobos?

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

5 / 5. 10


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior